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FETAL. LA HISTORIA DE UN DESENGAÑO.

FETAL


FETAL



La aldea era pequeña, con sus débiles casitas, muchas de ellas de forma circular al antiguo estilo aimara, alzadas con ladrillos de adobe o excrementos de sus animales y cubiertas con hojas de palma, al abrigo de un gran monte en la altiplanicie de la sierra de los Andes formando un círculo que crea en medio una pequeña plaza que sirve de foro para las reuniones y asambleas populares, al igual que para celebraciones festivas con vestidos de vivos colores y movimientos vivaces, con timbales y cuernos o phututus que llenan con su sonido ronco el pueblo y el aire esparce por los alrededores y golpeando sus notas en las laderas blancas de las montañas, sus declives cubiertos con patujúes y toborochis de hermosas gamas de colores, su rebote las extiende por toda la cordillera colmando el ambiente de una alegría contagiosa donde aquellos hombres mujeres y niños por un momento aparcan su atormentada existencia, alabando a sus ancestros dioses; Inri el dios del sol y Panchamama la diosa de la tierra y celebrar el culto cristiano con una mesa que hace las veces de altar con hermosos toborochis y cantutas cuando acude el misionero con la buena nueva y porta en su mochila ilusiones renovadas, medicinas que pueden paliar enfermedades congénitas, ancladas de hace tiempo en esos cuerpos maltratados en las labores del campo, azotados por los alisios fríos que provienen de la sierra, de la nieve que atasca sus caminos y los conmina en sus aposentos, sentados al fuego de unos leños recogidos en la selva aledaña, ramas desgarradas de un tronco vetusto, siempre con la mirada puesta en el cielo y soñando con una cosecha de papas y algunos granos de cereales que alimenten sus estómagos y las sobras, a sus pocos animales que corretean libres por las tierras yermas, gallinas, alguna vaca, llamas, todos debajo un frondoso árbol que cobija con su oblonga sombra el cuerpo espigado y consumido del sacerdote. Es una fecha especial en la que todos se ven reconfortados y donde su fe se inflama y se manifiesta en el cariño de la acogida acompañada con esa sonrisa llana, con sus ojos iluminados que desprenden un haz de gratitud que se grava a fuego en el corazón de ese humilde servidor y que ve en ello compensada toda su labor callada y nunca bien reconocida en otros lares donde la existencia es más próspera.
Los niños pequeños gatean y apenas balbucean sus primeras palabras, enseñan sus ombligos morenos bajo su jersey florido, corto, aseado, su pelo recio y azabache crece picudo y colgados a las espaldas de sus madres en un hatillo, acuden al campo porque no queda nadie en la aldea a su cuidado, solo unos ancianos que apuran un cigarro liado con hierbas secas o mastican unas hojas de coca. Apuran un café de achicoria o cebada quemada y sorben un trago de chicha y su iris extraviado en la lejanía apenas si vislumbra sus montañas, apagados sus ojos por esas cataratas impenitentes, compañeras viejas, aseándose de sus legañas y rememorando sus tiempos adolescentes. Sus barbillas son ahora prominentes, su escasez de dentadura las provoca inexorablemente. El humo de su pitillo dibuja en el aire figuras fantasmagóricas y aros grisáceos que los chavales tratan de asir con sus manos en un juego de magia.
Los muchachos mayores acuden todos los días en un destartalado automóvil al colegio de la ciudad más cercana, y no vuelven a hasta llegada la tarde parda y llenan de alborozo la placeta del lugar. Corretean y juegan hasta el arribo de sus padres que con la fatiga en el cuerpo les ordenan que preparen la leña, que ordeñen la vaca, y cenan todos reunidos con sus cuerpos sentados en el suelo, unos cuencos de chuño - patatas deshidratadas- o apuran un bol de chairo condimentado a base de caldo de oveja con papas, chuño y verduras, con sus manos a modo de cuchara que relamen con placer.
Los ancianos aprovechan unos instantes antes de que los zagales se recojan en sus humildes casitas para narrarles historias de antaño, fantasiosas o poseedoras un tanto de realidad como la del Chiru-chiru. Con palabra pausada, solemne, temerosos de ser escuchados por sus dioses, van desgranando sus hazañas y su vida. El tono de voz del relato, casi oscuro, bajo la luz de la luna llena impregna el sentimiento de los oyentes y se marca a fuego en sus mentes convirtiéndoles en futuros predicadores de todas estas mitologías ancestrales lo que provocan la imposible desaparición de costumbres, leyendas, ritos.
El Chiru-chiru era un hombre considerado por los vecinos como un mendigo, hasta tal punto que ignoraban sus traperías y robos pero él se las apañaba para vender por las noches cuanto sustraída por el día. Y realizan un dibujo en el aire con sus manos, y lo pintan con una cara feroz y arrugada, sus cabellos despeinados y grasosos, sus ropas raídas y mugrientas. Los niños lo reflejan en sus ojos abiertos, con un cierto temor inmerso en sus diminutos cuerpos. El anciano intenta imbuir un halo de misterio en toda la narración y conseguir en torno al relato un ambiente casi fantasmal. Solo su risa estentórea ante la mirada pasmada de los pequeños rompe por un instante ese estado anímico de los oyentes. Continua un poco más tarde: “Aunque parecía un hombre malo y ladrón, que la verdad, al menos ladrón sí que lo era, tenía gran devoción por la Virgen de la Candelaria, también denominada Virgen del Socavón, pero en una de sus correrías fue herido por un peón caminero cuando nuestro hombre intentaba hurtarle sus pertenencias. Caminó malherido durante largo tiempo auxiliado en su cayado, arrastrando su cuerpo ensangrentado pero apoyado en su enorme fuerza física del campamento en el que intentaba robar y hasta que sus fuerzas flaquearon y cayó malherido a las afueras de la ciudad. En su agonía se encomendó a la Virgen y esta acudió en ayuda de nuestro hombre, solícita en su auxilio y le llevó arrastrando hasta su humilde guarida en una cueva bajo la nacarada montaña llamada el Pie del Gallo. Allí nuestro hombre recuperó parte de sus fuerzas aunque no le era posible el caminar debido a la gran cantidad de sangre perdida durante el trayecto. Se acurrucó en un rincón de la covacha y se tapó malamente con unos harapos que hacían las veces de manta y se alimentó con algo de carne adobada y un poco de caldo que calentó con unas pocas brasas que a duras penas logró reavivar. En tal estado permaneció varios días”.
El anciano guardó un cómplice silencio, sabedor de que había vuelto a conseguir otra vez la curiosidad del auditorio, en tanto que sacaba de su faltriquera una hoja de coca que masticó con parsimonia calculada.
La intriga de los muchachos se centraba en el final del citado personaje y el silencio que intencionadamente provocó el narrador, creó un halo de magia, de misterio y aguantaban, con sus ojos abiertos, casi salidos de sus órbitas, que el buen anciano ultimase la leyenda. Tras unos segundos, casi eternos para la impaciencia de los pequeños, prosiguió: “la Virgen le atendió bondadosamente y nuestro hombre fue confesando sus robos y malas acciones, le describió todas y cada una de sus jugarretas, con un sincero arrepentimiento por todo el mal que había provocado y no acabando nunca de agradecerle todas sus bendiciones de la que no se considera digno”
Los vecinos, continuó, se alertaron al notar la ausencia de nuestro personaje durante varios días en el pueblo y con un cierto recelo y no exentos de temor acudieron la gruta formada por desprendimientos de rocas y las filtraciones de agua y lo localizaron exánime en un viejo y roído camastro y cubierto su cuerpo con unas míseras ropas, pero cuál fue su sorpresa al contemplar estupefactos sobre la cabecera una preciosa imagen de la Virgen de la Candelaria con un hermoso niño. Decidieron por unanimidad llamarla Virgen del Socavón, y prometieron honrarla con tres días de fiesta trascurrido el sábado de carnaval. Desde aquel año, tan lejano en el tiempo, veréis como acuden centenares de personas en romería. Los mineros que encontraron tan prodigiosa imagen, consideraban a Chiru-chiru como un demonio con poderes sobre el bien y el mal y decidieron disfrazarse de tal guisa y temerosos de ser presos de sus maleficios colocaban velas de sebo encendidas en las grietas de sus galerías y le ofrendaban llamas jóvenes y bebidas de licor –chicha- y denominaban a este acto “convideos a Panchamama”. Ya sabéis que también en nuestra aldea celebramos a esta diosa de nuestros tatarabuelos, como diosa de la tierra”. Ved, muchachos, observad como la luna llena se apodera rauda del firmamento, como con su luz esconde a las demás estrellas. Fijaros y veréis como es haragana para retirarse a las mañanas. Es la madre de los lobos, de los chacales que le lanzan esos aullidos feroces de sumisión. ¿Los habéis oído alguna vez por las noches de luna llena? Ponen a uno los pelos de punta. ¿Sabéis una cosa? Ella descubre nuestras faltas porque su luz desgarra las tinieblas e inunda la faz de la tierra.
Los zagales curioseaban el firmamento sin estrellas, solo la luna como propietaria absoluta del firmamento, atónitos al enorme círculo brillante y comprendían el porqué de aquellos sonidos agudos. Para los niños el tiempo se estacionaba mansamente, con parsimonia infinita escuchando semejantes fábulas hasta que eran llamados por sus padres para irse a acostar, siempre con la promesa del anciano de una nueva parábola.
La noche alargada se apodera del cielo y arropados con cariño, dormidos formando una piña para darse mutuamente calor reposan plácidos en la única sala de su chabola que hace las veces de cocina, comedor y dormitorio. Un orinal es el único inodoro comunitario y sus heces y orines son tirados a un pequeño barranco que hace las veces de vertedero. Los jueves, se transforma la monotonía de sus vidas, es día de mercado y con su hato repleto de frutos recogidos en la selva o de algunas verduras, de vestidos, taris, chuspas, aguayos, guantes, gorros y demás prendas de abrigo, confeccionadas en los pocos momentos libres que les dejan las labores domesticas y agrícolas a las mujeres, se encaminan a la plaza de la ciudad y los truecan en unos pocos bolivianos que sirven para variar algún día la reiteración de su ración de asueto. Los zagales esperan con ilusión la vuelta de sus padres para recibir un caramelo o un chuche como un regalo caído del cielo. Así una semana tras otra. Mes tras mes. La mísera cosecha que muchos años se resiste a ser benévola con su arduo trabajo alivia su vida y es celebrada con fiesta y jolgorio y acción de gracias a sus dioses ancestrales que aún perduran en sus creencias pese a haber sido catecumenizados y adoctrinados en la fe católica.
Hoy, como de costumbre, duermen todos hacinados, con esa tranquilidad que produce el cansancio, pero su noche no va a ser una noche tranquila. Las fuerzas de la tierra parecen haberse conjurado y como resorte de una fuerte lid entre ellas, han comenzado a temblar, produciendo en ruido sordo y ronco que ha sobresaltado a todos los moradores de la aldea. Un fuerte terremoto les ha hecho salir huyendo de sus cabañas que se tambaleaban y caían rotas como sencillas hojas de papel. Los árboles sacudían sus troncos y dejaban escapar sus hojas al fuerte huracán que acompañaba al fenómeno. Otros menos resistentes se tumbaban cansinos y sus raíces eran arrancadas con saña de sus entrañas. La nieve de las montañas creaba enormes aludes que levantaban una nube blancuzca y avanzaban amenazantes. Todos se santiguaron y corrieron a refugiarse bajo el frondoso árbol de la placita. Tiritaban de frío porque no les había dado tiempo a vestirse o recoger alguna prenda con que abrigarse. Los niños pequeños lloraban y se arropaban en el rebozo de su madre, los mayores se preocupaban de ayudar a los ancianos. Todos rezaban. Alguien, previsor, encendió dos velas de sebo y se encomendaron a Inri y Pacha-bamba, sus dioses indígenas. Fueron unos instantes eternos, de una angustia indescriptible. Cuando todo terminó al cabo de unos minutos, con el terror invadiendo su alma, sus ojos pudieron observar como sus pocos enseres, su casita, todo su ajuar había quedado arruinado, solo los animales, no todos, guiados de su instinto innato de supervivencia habían conseguido sobrevivir a la catástrofe. Siempre era un consuelo. Entre todos formaron una gran fogata y cada uno con lo que pudo salvar de entre los escombros realizaron una frugal comida que sirvió de desayuno. El ánimo de todos estaba por los suelos. El autobús de los niños no arribó al pueblo al estar cortada por desprendimientos la carreterita sin asfaltar. Fue el chofer quien transmitió las primeras novedades a los servicios de urgencia de la ciudad que si bien habían notado el seísmo, su intensidad en ella no fue notable. Ese día no hubo escuela y todos se afanaron en el arreglo de su techado y en salvar los enseres posibles para continuar su vida. La cosecha se había perdido y con ella toda una temporada de trabajo había sido baldía. Los servicios de urgencia lograron a duras penas alcanzar el lugar y colocar unas tiendas de campaña, trajeron medicinas y llegaron dos médicos para paliar en lo posible las heridas de los habitantes y ver si era necesario el traslado de algún malherido al hospital. Portaban también harina, legumbres, agua potable y otros alimentos para mitigar las primeras necesidades. El riachuelo que surcaba cercano a la aldea había sido taponado por la tierra desprendida y formaba ahora una pequeña laguna donde permanecía preso, su agua de color rojizo. Unos cuantos vecinos se encargaron con sus rudas herramientas de volver a encauzarlo abriendo un pequeño cauce de desagüe entre la montaña de tierra y piedras. Todos se apresuraban en lograr la normalidad de la vida cotidiana. Apenas unas pocas líneas en un rincón de la prensa y ya no retornaron las visitas de ayuda. Se las tuvieron que valer con sus conocimientos sobre hierbas medicinales y arrancando la corteza de los molles, árboles muy cotizados en otros lares por ser de donde se obtiene la aspirina. Reaparecieron los viejos conjuros y se conjuntaban en una misma alacena un Cristo, una Virgen, o figuras de sus deidades ancestrales.
Los adolescentes, tras unos días ayudando en las labores de auzolán, renovaron las clases y regresaban al pueblo por caminos secundarios repletos de abrojos, por vericuetos estrechos y peligrosos.
A la vuelta de la ciudad, con el arribo de la noche notaron la ausencia de Darío. La preocupación se adueñó de la localidad y varios piquetes de hombres salieron con antorchas en su búsqueda. Llamaban a gritos y sus perros acompañantes aullaban con fuerza, pero todos sus esfuerzos no eran correspondidos con réplica alguna. Dejaron para la mañana siguiente la vuelta a la batida sin que sus rastreos tuvieran éxito. Se redoblaron las preces, se encendieron velas a los pies de pequeños altares con estampas de la Virgen como retablo único. En Ella estaba depositada su última esperanza. En tanto que unos hombres trabajaban en mancomunidad para preparar nuevamente la tierra, otros seguían a diario con la búsqueda sin que por ahora obtuvieran resultado alguno. Su confianza se iba difuminando con el transcurso del tiempo, solo su férrea fe les mantenía en sus trece.
Darío, esa tarde había tomado un atajo diferente a sus compañeros porque quería recoger moras y algunos higos chumbos para llevar a casa. La noche se le echó encima y aun conociendo el sendero marchaba con cautela. En un instante se dio cuenta que había sido tragado por la tierra. Una hendidura era ahora el motivo de encontrase apresado entre dos paredes que formaban una sima de unos veinte metros de profundidad y algo más de cinco de ancho. Sintió un fuerte golpe en su caída y temió que se hubiera roto algún hueso porque le dolía mucho el brazo derecho. Estuvo demandando a gritos socorro durante un buen rato hasta que su voz se tornó afónica y apenas podía articular sonido alguno. Resonaban entre las estrechas paredes de su celda y ensordecían sus oídos, haciendo que su eco se prolongase durante largo espacio y eso le ponía la piel de gallina. Se acomodó como pudo en su jaula, junto a un rincón, encogido de piernas, abrazadas con sus manos tratando de protegerse del frío invernal que hacía. En posición fetal. Su agotamiento se apoderó pronto de él y se quedó adormilado. Ignoraba cuanto tiempo permaneció en este estado. Estaba aterido y se alzó del suelo pegando unos cuantos saltos para entrar en calor. Pronto emprendió otra vez a lanzar sus llamamientos de auxilio con renovadas fuerzas, pero su esfuerzo era baldío, fútil porque nunca recibía respuesta alguna. Le fue imposible contener sus lágrimas y golpeaba con denuedo las paredes de su prisión como quien persigue romper un muro que le apresa sin rubor. Notó que por la grieta caían algunas gotas de agua, eran gotas frías pero no se arredró y se frotó con energía su rostro para espabilarse, y apagó su sed haciendo de sus manos un cuenco y sorbiendo un poco de agua. Por más que intentaba escalar la pared sus manos no conseguían asirse a ningún saliente y sus pies resbalaban retornando al lugar de origen. Sentía un cierto hormigueo en su estómago causado por el hambre y solo poseía un pequeño mendrugo de pan que le había sobrado de la merienda del día anterior y algunas moras ahora escachadas y que tiñeron sus manos de un color violáceo. No era gran cosa, pero también pensaba que su estancia allí podía durar un tiempo indefinido y que le iba a ser imposible hacer unas previsiones con tan poca cosa. De momento decidió repartir en dos partes y aliviar algo su necesidad de desayunar. Tampoco le asustaba ayunar un día o varios ya que en su casa le había sucedido más de una vez. Entre tanto esperaba el milagro de su libertad.
Un día acudió a la aldea el misionero preocupándose por sus moradores y sobre todo solicitando nuevas sobre Darío. La celebración de la eucaristía fue una petición de ayuda divina para semejante situación y una promesa por su parte de que a la vuelta a la ciudad hablaría a las autoridades del caso para que pusieran los medios necesarios en el rescate del zagal.
A la mañana siguiente se presentaron en la aldea varios policías con unos perros adiestrados en esta clase de exploración y acompañados por varios vecinos indagaron por diferentes zonas del lugar y sobre todo en las veredas que conducían a la urbe. Al cabo de unas horas, los canes dieron muestras de haber encontrado el rastro del muchacho. En todos los participantes brilló una luz inusitada en sus rostros y su corazón sintió un revolcón de esperanza. ¿Estará con vida? ¡Dios lo quiera! Se persignaron todos. Encontraron la sima y los especialistas hicieron con pericia la labor de salvamento.
Darío sufría síntomas de hipotermia, estaba desaliñado y encogido en posición fetal. Totalmente fallido apenas reparaba en lo que acontecía en su entorno. Lo envolvieron en una manta y recobró el ánimo al sentir el abrigo. El médico le realizó un reconocimiento y comprobó una rotura en el brazo en su parte superior que requería ser enyesado, recomendó descanso total, y le administró unos calmantes y depositó unas medicinas en casa con las recomendaciones pertinentes para su uso.
Todo este acontecimiento fue motivo de un júbilo exultante en la aldea. Sonaron los tambores, cantaron y bailaron todos, y las visitas eran constantes, si bien comedidas, dado el estado del enfermo. Fue un motivo de fiesta. Dieron gracias a Dios y a sus dioses.
En la población, con un trabajo de comunidad, con un esfuerzo ímprobo, con apenas materiales y herramientas, las pequeñas casitas fueron reconstruyéndose poco a poco y según las necesidades, aprovechándose el espacio de las tiendas de campaña que había donado el Estado como dormitorio y vivienda para los que aún no tenían habitáculo donde pasar el día y habitación por la noche. El poco tiempo que restaba se aplicaba arreglando los campos para la próxima cosecha que les proveyese de alimento y sustento. La ayuda ofrecida, como suele acaecer en casi todos estos casos o parejos llegaba con cuentagotas, ignorando todo el mundo donde estaban almacenadas las promesas, los compromisos en discursos enfáticos de profecías cuasi mesiánicas y diariamente con la esperanza, casi con frustración y siempre con desesperanza, obligando a un esfuerzo extra, a un cansancio inestimable, al esmerado cuidado con míseros métodos naturales a su alcance por penuria total de medicamentos, que obtenían muy de tarde en tarde de la mano del misionero, a los que habían quedado maltrechos por el terremoto, logrando aliviar en algunos casos los males que padecían y en otros bastante hacían con mantenerlos como estaban. Algunos no pudieron resistir sus heridas, a otros les asumía la nostalgia de tiempos pasados y mejores y con ellos se fueron y se los acarrearon en su alma a saber a qué otra mejor vida, que tampoco necesitaban gran cosa para superar a la que hasta ahora habían disfrutado. Fallecieron. Los niños acudían a una escuela habilitada provisionalmente en la aldea. Un vecino con algún estudio hacia las veces de profesor, todavía una chabola con techo de hojas y sin paredes, acomodados en el suelo y apoyando sus pocos restos de material escolar en sus piernas entrecruzadas haciendo la vez de mesas, en tanto no se habilitara un camino que pudiera transitar el autobús. No tenían recreo porque era precisa su ayuda en sus ratos libres, solo el sueño reparador en unas pajuelas extendidas en la solera del habitáculo y apenas unos harapos que cumplían las veces de mantas y que a duras penas protegían en las crudas noches, cuando el aguacero calaba las hojas que forjaban el techado y que colocadas al calor del fuego en el interior del albergue secaban, lo mismo que la ropa que era idéntica la de un día para otro, pese a que las mujeres trabajasen a destajo para poder a poco hacerse con un mísero ropero. Transcurrido cierto tiempo el poblado estaba rehecho, retornó la alegría al lugar. Los hombres podían dedicarse a las tareas del campo durante el día con la expectativa del arribo de la cosecha que les crease autosuficientes, con la mirada perennemente puesta en el cielo oteando esos nubarrones amenazadores de tormentas que podían dar al traste con todo su arrojo, con toda su lucha, con el júbilo de los muchachos correteando por la aldea, con el poco ganado que había subsistido al seísmo comer las briznas de hierba que iban poblando los campos y laderas de sus montes. Renacía la ilusión, pero permanecía impasible en sus almas la memoria del cataclismo acontecido y el desasosiego se convirtió en compañero ingénito de sus pensamientos, inseparable tal que moscones cachazudos, gandules, del verano que no abandonan sus organismos, omnipresentes en cada escondrijo de la casa, inspectores recalcitrantes de los pucheros, a manera de amigos inseparables de la familia. El día que aparecía el sacerdote, siempre con algún regalo en forma de pitanza y se reunía en la iglesia en donde con palabras de consuelo, dejando asomar en sus pláticas ese compartimiento del dolor de su pueblo y asomaban a sus ojos reflejos de impotencia y sus ruegos a Dios eran emotivos, conllevando todo el sentir de aquellas personas, hijas del mismo Creador, hermanas suyas, las dudas llenaban su razón, y un porqué inquisitivo azogaba su espíritu, sin darse cuenta que con ello conseguía trasladar el alivio de sus males, aplacaba sus llagas y heridas con las medicamentos que traía del dispensario y llenaba sus ojos de sollozos incontrolados de gratitud, aquella fecha borraba de un plumazo toda la congoja pasada y los abrazos y besos eran sinceros y compensación asaz para la labor incansable de aquel personaje delgado, espigado y achacoso ya por los años y fatigas, por el ir y trasegar por sendas polvorosas, camino encharcados, calados sus huesos por las tormentas implacables, eternas. Su despedida era un hasta luego, un luego suspirado. Transcurrido un largo tiempo la aldea había recobrado su lindeza, las casuchas antes, ahora semejaban diminutos palacios, aseados como el oro, enlucidos con cal donde el sol se complacía, compartiendo minutos y obsequiándoles con su calidez y ayuda a la futura mies, apreciado como un vecino más. Los días transcurrían simples, gemelos, aquellos niños que conocieron la catástrofe, eran ya adolescentes, con ideas más avanzadas que sus congéneres. Varios habían iniciado cursos en institutos de la capital donde pasaban toda la semana en pequeños centros regentados por instituciones religiosas que ayudaban a la economía familiar por otra parte escasa de medios para acometer los gastos que conllevaban. Los fines de semana en sus reuniones familiares hablaban de acontecimientos, de pensamientos, de futuros que a los ancianos se les antojaban inauditos, que las madres sentían en sus entrañas como un nuevo embarazo que conllevaría una separación de sus raíces, que sus manos rugosas y encallecidas no podrían acariciar sus rostros, pero entendían en ese silencio propio, interior de su corazón que todo era para mejor o al menos debería ser así. No habían conocido otro mundo más que el suyo y estaba tan enraizado en su existencia que formaba parte de un todouno y rogaban a su dios con sus manos envolviendo su faz, sin conseguir derramar una sola lágrima, agostadas ya por las añadas y con el temor de lo que podía ser un mundo distinto y distante. Veían a sus retoños gozosos, con ilusiones maravillosas, con esperanzas infinitas de que todo aquel esfuerzo, tanto y tanto sacrificio, como la siembra, consiguiera mutar toda una vida, la única vida que conocían y a la que se aferraban con ahínco. De nuevo todo era un ignorado estreno, ignoto, cuyo fruto quizás sus vidas ya ajadas, sus cuerpos cimbreados por el esfuerzo diario, su corazón adusto, su alma quebrantada de infinitos cuidados no conocerían ya. Y cada adiós se trocaba en un hasta nunca, escasas las fuerzas, largas las añadas. ¡¡Así tendrá que ser!!
Dentro de las pocas fiestas que pueden permitirse y no todos los años por la escasez de medios económicos era la asistencia al Carnaval de Oruro. Vestidos con sus mejores galas, con sus ponches, sus aguayos, sus taris multicolores se trasladaban a esta capital de su distrito y participan de esta extraordinaria y vistosa fiesta que dura diez días y en la que participan cientos de bailarines y bandas de músicos donde interpretan danzas como la Diablada, cuyos bailarines portan caretas de diablos mostrando signos del cristianismo y ritos ancestrales andinos, simbolizando el bien y el mal. También la Morenada con los danzantes tiznados de negro, los Caporales representando al hombre mulato en tiempos coloniales. Es temido por el pueblo y con un látigo fustiga a los negros que van encadenados y que producen sonidos armónicos y acompasados con sus cadenas, amén de otros bailes más. Son fechas donde nuestros hombres de aldea abandonan sus preocupaciones y disipan sus pocos bolivianos en chicha –bebida nacional- y bailes continuados.*

Llega la fecha del 21 de junio, es el día de Año Nuevo aimara, el año 5517 en su calendario. El almanaque aimara tiene trece meses y un día durante tres años y trece meses y dos días el cuarto año.
Tiwanaku.- La historia la contempla como una ciudad sagrada indígena de Sudamérica y con toda probabilidad la más importante. Su historia es menuda y casi desconocida, se cree que fue la cuna de un imperio extendido por todo el altiplano. Es en este lugar y en su día 21 de junio cuando el pueblo realiza ceremonias indígenas, hereditarias, de un colorido espectacular rememorando un pretérito de un gran esplendor.
Cuando los primeros rayos del sol penetran por la puerta del templo Kalasasaya, el grandioso monolito de “Ponce” es iluminado con excelsitud y los indígenas andinos de Bolivia y los vecinos chilenos y peruanos celebran el nacimiento del nuevo año andino, todo ello embutido en ritos y ofrendas al dios Sol (Inri) y a la Madre Tierra (Pachamama) a la vez que solicitan sumisamente la fertilidad de sus tierras y ofrendan el sacrificios de llamas y su sangre se obsequia al Sol y a la Tierra y otras divinidades de su culto en aval a sus peticiones de fecundidad tanto de su tierra como de su economía. Todo ello consiste en una rememoración anual de las antiguas conmemoraciones del pueblo aimara.
Van pasando los días, los meses, y aquellos niños de entonces, son ahora unos adolescentes que han tenido la exigencia de escoger su vida, unos ayudando a sus padres en la aldea, otros más afortunados han acudido a la ciudad y han entrado en el instituto. El cambio ha sido abismal, la adaptación a este novedoso círculo, difícil, profusas las afrentas, las risas y desprecios por doquier, y han tenido que sufrir en silencio acre, aislados de los viejos alumnos por su veteranía y de muchos novatos como ellos pero de “ciudad”, en tanto eran considerados como humildes campesinos.
Requerían con urgencia que llegase el fin de semana para retornar a su aldea, vivir con sus gentes y desahogarse de tanto ultraje y su semblante reflejaba una impresión de agobio y de algunos se apoderaba el abatimiento, la depresión. El adiós del lunes por la mañana era un triste saludo forzado por la necesidad, con el ánimo de todos deseándoles suerte. Pese a todo, el tiempo fue mejorando el ambiente, y atrás quedaron las chanzas, las distancias. Comenzaron los coloquios, la integración en distintos grupos, las amistades, aunque para ellos era todavía muy cuesta arriba el encajarse en ese vivir urbano, tan diferente al suyo, evitar vocablos de su lengua que resultaban jocosos para los otros estudiantes, admitir esa manera de concebir la existencia. Sus ropas chillonas llamaban la atención, sus costuras y sus manos aún con callos del campo y del trabajo se antojaban miembros de ancianos, sus mismos rostros cobrizos y tostados por el sol a sol y su piel golpeada por los vientos helados de las montañas les hacían sentirse extraños. Transcurrido algún tiempo, todos poco a poco fueron reencontrándose, se fueron limando aquellos contrastes que aun siendo de la misma zona los hacía tan discordantes y se fueron mezclando entre ellos, y los diálogos, risas y juegos unieron tanto a mozos como a mozas. Pronto comenzaron los corrillos y un poco el tirarse los tejos, esa mirada furtiva, esa sonrisa cómplice, ese roce de manos en el pasillo a la hora de salir al recreo llegando a entablar un embrión de amistad y un comienzo de intercambio. Tímidamente primero, luego con más confianza. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? Test inexcusable inaugural para una acercamiento y quien sabe luego si ello conlleva otro tipo de relación.

Marianela era muy hermosa, tenía ahora los diecisiete años cumplidos, recientes, su talle era alto y bien proporcionado, sus ojos de un fuliginoso brillante iluminaban un rostro cobrizo suave y su cabello negro azabache, largo, era ornado de trenzas largas. Su sonrisa exteriorizaba una hilera perfecta de piezas dentales de un purísimo marfil a la vez que sus ojos escondían su brillo con sus párpados casi sintiendo rubor. Su carácter era muy abierto y ello favorecía mucho que sus relaciones se fueran extendiendo entre los alumnos del Instituto. Ella y los de su aldea, máxime Darío, constituyeron el centro de atracción como protagonistas de la historia de las inundaciones y terremoto de su pueblo. Unos lo consideraban todo un milagro y todos los imaginaban héroes que habían salido de la nada, que con nada en sus manos tuvieron que remover metros y metros de barro, volver a reconstruir sus casas, la escuela, la iglesia, siendo como eran entonces cuando ocurrió la catástrofe tan niños. Durante la espera del autobús o carro que los devolviese a sus aldeas iban formándose grupitos cada vez más reducidos, como una especie de génesis de amistades.
Darío comprendió enseguida que Marianela era el centro de muchas miradas y muchos los muchachotes que se le acercaban y entablaban conversaciones con ella. Él se sentía un poco dejado de lado. Entendía que siendo del mismo lugar, que habiendo vivido juntos la experiencia inenarrable de su salvación en el desastre de pocos años atrás eran un tanto pertenencia mutua. En su agradecimiento sincero, creyó que ese instante prodigioso había soldado dos cuerpos y dos almas que nadie ni nunca sería capaz de separar. Ahora la comunicación no era tan fluida como en meses anteriores, no porque hubiera acaecido alguna clase de rifirrafe, nada más lejos, sino porque esa actitud tan abierta de Marianela era un contraste con su timidez y su participación en las charlas o en los juegos no se sentía tan poseedor de ella. Posesión que únicamente había nacido en su estado de gratitud. No era otra la razón de esa diminuta distancia que con pausa se iba abriendo en el sentir de Darío.
Las conversaciones en los asientos del autobús no eran tan prolongadas, y se reducían a unos nimios monólogos en el transcurso del viaje. Con un adiós de despedida llegaba cada uno a su casa y se centraba en hacer los deberes correspondientes. Ambos muchachos eran inteligentes, trabajadores, conscientes de que eran unos bendecidos en aquellas tierras y que debían corresponder con sus estudios para aplicarlos el día de mañana en favor de la comunidad que con todo su sacrificio hacía posible su situación.
Los sentimientos de Marianela no eran los mismos de Darío, no concibió esa fusión de ambos del modelo ideado por Darío. Sintió una enorme alegría cuando fue ella la que escuchó los tímidos gemidos, apagados, en la búsqueda tras el terremoto y dio gracias a Dios por la enorme suerte que había corrido. Notaba el cariño especial del zagal, pero tampoco es que tuvieran edad de pensar entonces un poco más allá de sus narices, y su interpretación era la de un gran agradecimiento, solo eso. Darío sufría en silencio y un conato de celos fue anidando en su interior.
Un cierto día, Marianela, lo llamó a parte en un rincón del pueblo y le comentó que lo veía como muy abatido, triste. Darío, muy tímido, retraído, se encontró en un gran apuro. Hizo un pequeño giro escondiendo su cara y encogió los hombros tratando de ocultar su silencio.
La chica entendía a la perfección de cuál era el estado de la situación, y le dijo con toda la sencillez del mundo: “Somos muchos niños y niñas en el Instituto y debemos convivir unos con otros. Siempre habrá personas con las que consigas congeniarte más que con otras o bien incluso llegar a tener una amistad que puede ser una cosa pasajera o puede llegar más lejos, eso el tiempo lo decidirá. Si te empecinas en una sola, las posibilidades van a ser reducidas, míralo desde otra perspectiva porque esa misma puede ser el paso para una segunda, tercera o varias más. Ahí no se acaba todo el mundo”.
Darío le entendía a la perfección pero en su fuero interno existía un algo congénito que le prohibía, que le impedía soltar amarras y afrentar la realidad con crudeza. Este estado de ánimo no le ayudaba en nada. Se encuentra como un naufrago perdido en una isla desierta, como un Robinson Crusoe. Su aislamiento solo consigue acrecentar su angustia, y ahondar más en la herida de su tragedia en el terremoto. Su estado psicológico no ha cicatrizado aún del todo y siente por las noches pesadillas, descansa mal y eso tiene una repercusión fuerte en su carácter cada momento más quebradizo. Todo ello le exige un redoblado esfuerzo en sus tareas de estudiante para no dejarse acobardar y perder comba en sus cursos. Era una lucha permanente contra su apatía que pugnaba con denuedo por apoderarse de su moral.
Acaba ya el año escolar, su último curso en el instituto y debía ahora elegir carrera en la Universidad Técnica de Oruro. Dudaba escoger entre Formación en Derecho Ciencias Políticas y Sociales o Formación Ciencias de Agricultura. La primera le atraía porque podía permitirle en el futuro trabajar en mejorar las condiciones sociales tanto de su pueblo como de otros muchos que estaban en situaciones similares. Conocía bien las dificultades y trabas existentes en la vida política, pero tenía ante sí la imagen de su presidente Morales, también indígena como él y no es que en su mente tuviera la pretensión de llegar tan alto, pero si bien en otro puesto más modesto podría ejercer una labor social, sindical o de índole semejante en bienestar para el pueblo boliviano. La segunda opción era tal vez más accesible, porque sus conocimientos los podría poner en acción de inmediato en su aldea y pueblos aledaños, contribuyendo con sus nociones a mejorar el trabajo de sus vecinos, conseguir mejores cosechas, fundar cooperativas y otras alternativas que dieran un rendimiento superior y con ello un mayor progreso en el ámbito rural. Pensaba sin cesar que ahora, en una ciudad más grande, quizás en aulas diferentes, la distancia con respecto a Marianela se ampliara. No se atrevió a preguntarle cual había sido su elección, solo le cabía la esperanza que fuera la misma que la suya. Quiso hacer tiempo hasta última hora. Cuando conoció la alternativa de Marianela, se dio cuenta que la suerte estaba echada. Irían por caminos distintos. Él tomaría el camino de la política mientras para ella su elección era la Formación de ciencias de la Salud.
En vacaciones optó por quedarse en su pueblo ayudando a sus padres y aprender algo de cultura popular de sus mayores en conversaciones tranquilas a la sombra del árbol de la placeta. Conocer costumbres ignotas para él, pasado y presente de sus vecinos. Tomó unos libros de historia de su país de la biblioteca de la Universidad y se los empapó con apresura. Varias noches solicitó del anciano mayor que le contase leyendas sobre su pueblo, su cultura antigua, sus dioses. Se entera de las diversas rebeliones contra la corona de España, de los pasos que se habían de dar en la ciudad de Oruro en febrero de 1825 y que por ciertos motivos que adujeron determinados representantes de Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz privaron a su ciudad del honor y gloria de que en su tierra se hubiera fundado su patria, entonces Bolívar. Conoció las riquezas mineras de que estaba dotado su territorio. Escuchó por boca del anciano Felipe en noches plácidas antes del anochecer, aún no había llegado la electricidad a la aldea y solo las velas de sebo rompían la negrura de la noche, impregnando de un humo denso el ambiente, la mitología de su país.
Era noche de luna llena, todo el misterio que envuelve estas tinieblas, tal vez hasta las estrellas tienen conciencia de las leyendas de hombres lobos y alimañas que rodea a nuestro satélite, de ahí que se oculten temerosas de ser engullidas por alguno de estos seres estrambóticos. La luna colma de luminosidad el cielo, se apodera de él, como reina y señora. Se sentía uno a gusto, con una temperatura agradable y sin la penuria de luz que producían las velas de sebo, sentado sobre una piedra bajo el frondoso árbol de la plazuela. Allí, Felipe, también reposado, mascando unas hojas de coca y con su cachaba apoyada en un ezpondón oteaba el cielo como un novel muchacho y se encaprichaba de la luna. Con su voz suave, casi imperceptible, iba narrando con parsimonia natural: “En las dunas de arena bermellón acostadas en la planicie, guardianas de la ciudad de Oruro, producto del encantamiento de millones de hormigas formando un ejército invasor, una mesnada exterminadora, confabuladas con el Sapo y la Víbora, cuyo fin único era, obedeciendo las órdenes de Huari, la destrucción absoluta de los Urus, los pobladores aborígenes de esta región. La lucha fue encarnizada y las huestes Urus eran ridículas en número frente a los enemigos. Acudieron a sus dioses Inri y Pacha-bamba en busca de protección. Es en este momento cuando la intervención con su poder celestial, una Ñusta o princesa inca rindió a las huestes enemigas en feroz combate convirtiéndolas en granos de arena. Puedes imaginarte la cantidad ingente de hormigas guerreras que pelearon en aquella batalla campal”.
Por la mente de Darío pasó un escena dantesca, se encontraba rodeado de miles, de millones de hormigas enormes, con fauces salvajes, avanzando como un ejército exterminador, implacables y él y otros muchos acobardados, presos de un temor infinito, reculando sin dirección fija, solo con un clamor en su boca pidiendo el auxilio divino para escapar de semejante estado de sitio. Sentía escalofríos en su cuerpo, casi terror.
Felipe volvió a masticar una hoja de coca y le extendió otra a Darío. Nunca lo había probado, pero si observado que era práctica común entre los hombres de la aldea. Gracias a ella sobrellevaban con mayor facilidad las duras tareas diarias. Para él suponía una escusa perfecta para evadirse de aquella situación desagradable. Ya tenía cumplidos los diecisiete años y se creyó con potestad para poder hacer uso de esa hoja. La masticó y sintió un sabor acre en su paladar, era la primera impresión, las siguientes le dieron una sensación de vigor.
La Víbora, prosiguió nuestro hombre, puede contemplarse sobre las colinas de las serranías de Oruro, una formación rocosa con apariencia de una enorme serpiente, revelando los cortes producidos en su cuerpo con total claridad, y anexa la cabeza escindida de otro ofidio, todo producto de un rayo arrojado del que se sirvió también una Ñusta, consiguiendo de este modo una nueva victoria sobre el temible Huari y salvando así al pueblo Uru.
El Sapo, si eres observador, cuando vayas a Oruro lo encontrarás el extremo norte de la ciudad. Solo los sabedores de esta leyenda logran discernirlo. Muchos dirigirán su mirada pero si son ignorantes de la mitología no llegarán a descubrirlo por mucho que escudriñen entre las montañas y rocas del lugar que te indico”.
Le comentó igualmente de la existencia de “El Cóndor”. Para ello tendría que trasladarse al sur de la ciudad en la zona que llamaban “Agua de Castilla”, el comentario general es el poder milagroso de la zona y es por ello que realizan numerosas romerías al lugar los primeros viernes del mes y los postreros días del carnaval.
Su relato se centró en los dioses principales: Inri o dios del sol, considerado el Creador, era adorado y reverenciado y se acudía a Él como generador de las cosechas y sanador de enfermedades.
La Pachamama es la diosa suprema honrada por los pueblos indígenas de Bolivia, traducido del quechua como “Madre Tierra”. Es considerada como Madre (Mama) que da la vida, la alimenta y resguarda. El Ritual a la Pachamama es manifestado con él entierro de comida cocida, hojas de coca, granos y harina de maíz, cigarros y chicha para alimentar a la Madre Tierra. Ofrecen un brindis en su honor al comienzo de reuniones y fiestas y es común que derramen un poquito de su trago al suelo antes de tomar el resto. También ofreciendo una mesa (q´owa) en la que se solicita además de salud, dinero, prosperidad en el negocio y trabajo. Las celebraciones a la Pachamama incluyen el respeto por todos los seres vivientes, por cuanto ellos no solamente son el fruto de Su Creación sino que forman parte de Ella misma.
Darío estaba embelesado escuchando las palabras del insigne anciano pero la voz de su madre lo sacó de su ensimismamiento. Se despidió de su compañero al que acompañó hasta su vivienda y luego tomó dirección a la suya. Habían quedado para otra ocasión en la que escucharía de los labios sabios del cano hombrecillo historia de otros dioses como Inri y Pacha-bamba, Nina-Nina, El Wari y la Ñusta, un sin número más.
Ya en su catre, tardó largo tiempo en conciliar el sueño y su mente fue fraguando un extenso viaje por todos y cada uno de los lugares que le había señalado el anciano. Quería conocer de primera mano todas aquellas leyendas, comprender la idiosincrasia de su pueblo, algo que hasta ahora había pasado desapercibido en su entendimiento. Entendía que formaban parte de algo intrínseco de la historia de su país, algo que nunca debía perderse y estaba en sus manos el mantener toda esta mitología tan majestuosa.
La oportunidad de seguir conociendo más historia de su tierra se esfumó muy pronto. A los dos días Felipe se sintió indispuesto y mansamente cerró para siempre sus ojos, sin que nadie supiera qué enfermedad maligna fuera la causa del óbito.
Ello no fue óbice para que su curiosidad se quebrara. Preguntó a su madre y a su padre y ambos quitándose tiempo de sus quehaceres intentaron satisfacer la avidez de saber de su hijo. Le comentaron que la Nina-Nina venía a ser casi idéntica historia que la del Uru- Uru, solo reemplazaban el nombre de los personajes. Sobre el Wari y la Ñusta relataron que Wari era un dios andino identificado con el fuego de los volcanes. Su hábitat era la cordillera de los Andes y que se encontró con que los Urus, sus creyentes, adoraban a otro dios distinto: Pachacamat, diosa benefactora asimilada a Inri y sus celos le hacen imaginar la luz solar con el fuego de los volcanes. En todo este transcurso se enamora de Aurora, hija del Sol, pero esta lo rechaza. Ello provoca la ira e indignación de Wari hasta el punto que toma la decisión vengativa de matar a todos los Urus. Ordena a tal fin desde el sur a una serpiente que actúe para ver cumplido su deseo de represalia. Este reptil es encontrado y decapitado por una hermosa Ñusta antes de que pudiera llevar a cabo su misión devastadora, convirtiéndola en roca. Su anhelo de resarcimiento va en aumento ante semejante desliz y decide que sea un sapo deforme que parta del norte quien se encargue de tal menester, pero de nuevo la Ñusta lo convierte en roca matándolo con una honda. Su enojo y su ira ciegan su mente y el legado es ahora un lagarto que la Ñusta decapita con su espada reluciente. La sangre que mana abundante de sus fauces provoca la laguna de Calacala y su garganta vomita miles de hormigas que en esta lucha sin cuartel serán convertidas en dunas. La Ñusta da por finalizada su labor con la colocación de una cruz en la cabeza del ofidio. Solo entonces Wari se da por vencido y vuelve a las profundidades de las montañas y manifiesta su ira cuando escupe fuego, piedras y cenizas en su postrero intento de rivalizar con el sol, dando origen a los grandes y feroces volcanes.
La Ñusta con el tiempo va adquiriendo admiración e imagen de la Virgen del Socavón a la vez que las deidades creadas por Wari para destrucción de los Urus reciben homenajes como las divinidades ancestrales. Wari, asimilado al diablo, apodado por el pueblo como “Tío” en relación a Pachabamba es adorado y venerado por los mineros, de igual manera que temido por los mismos. Es el dueño del mundo subterráneo y a quien se le pide ayuda y protección.
Se leyó detenidamente la Biblia para poder entender mejor el desinterés de ese hombre blanco, delgado, alto y encogido por el peso y el paso de los años y los trabajos impagados en su vida. Era para él otro modelo de vida, en un principio sin una lógica perceptible, pero que luego comprobó que podía ser una buena directriz para los estudios que había decido seguir. No, no lo entendía como político, pero si el mensaje y la entrega incondicional a sus semejantes sin esperar a cambio nada material, tangible, solo el cariño de unas pobres personas que en muchos casos dependían de su trabajo desinteresado. Sabía que se encontraba en mal estado de salud y que eran pocas las posibilidades de salir adelante. Su cuerpo no aguantaba más la ardua tarea que llevaba a cabo. Le daba verdadera pena, a la vez que impotencia, porque nadie en el mundo fuera capaz de alargar hasta el infinito la vida de un ser tan indispensable, tan imprescindible en la vida de los seres humanos. Hay personas que tienen derecho a ser eternos en esta tierra. Disfrutar de impunidad ante la muerte. Anotó muchas de sus frases escuchadas en las pláticas que oía. Quiso condensar como un gran tesoro, como esencia en frasco pequeño capaz de colmar de felicidad, de paz, de justicia, de un mundo interior juicioso, al orbe entero. Así transcurrieron sus vacaciones, entre el trabajo, la lectura, también en contertulias con sus compañeros de juegos.











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Marianela en tanto, tenía programado sus vacaciones con su amigo Roberto. Su amistad se había consolidado, y el lazo de afecto era sincero y con visos de futuro. Decidieron después de efectuar una visita cada uno a sus parientes, confeccionar una pequeña tournée por los alrededores de la que pronto sería su nueva residencia. Realizarían una visita al lago Poopo y su isla de Panza donde podrían dedicarse a la pesca, arte que era desconocida en su tierra y probar pescado, un bocado que nunca antes habían paladeado. Otra de las visitas la realizarían a la cuenca minera de Huamani con sus enormes minas de estaño. Punto de detención sería el lago Uru-Uru. Se forma por el desbordamiento del río Desaguadero y en su misma orilla se encuentra la ciudad de Oruro. Allí pescarían el pejerrey y observarían arrebatados cantidades ingentes de aves autóctonas. Una novedad en sus vidas se realizaría en Capachos y Obrajes donde gozarían de las aguas termales de dichos balnearios, comprobar con sus ojos aquellos edificios magníficos, disfrutar de abundante agua caliente, cosa nunca experimentada en sus lugares de origen. En su agenda estaba prevista la ascensión a los volcanes de Coipasa, Sajama, de nieves perpetuas y señalada con molde de imprenta la visita obligada al parque natural de Sajama. Pasear por la densa selva de keñuas, árboles de baja estatura y que según la tradición poblaba todo el altiplano boliviano antes incluso de la aparición de ser humano, habitáculo exclusivo para aves como el colibrí y el roedor de pequeño tamaño, thilanis. Ha sido explotado en exceso para la construcción de vías férreas y fundiciones. Si el ser humano y las leyes protectoras de este parque natural no consiguen su objetivo, quizás fuera la última vez que observaran la vida y comportamiento del sari o ñandú en peligro de extinción por su caza indiscriminada como explotación de su plumaje que se dedica a la exportación y el uso de sus cueros, otros animales como la vicuña muy controlada por los lugareños que aprovechan su fibra de gran valor para su venta, el quirquincho, el zorro andino, el titi o gato andino, el puma… Admirar la belleza de sus géiseres y sentir sus rostros húmedos por el vapor que despiden a chorro y que es diseminado en diminutas gotas por el frío aire que reina a esas alturas.
Probaron por primera vez el charketan, plato ancestral de la cultura Uru, a base de freír carne deshidratada de llama acompañado de mote (maíz cocido durante dos horas) de huevos duros y salsa boliviana (Llajwa) picante compuesta de tomate y locoto. Aunque tuvieron que reprimir la primera impresión a la vista y un poco de asco, una vez consumido el plato de “rostro asado” orureño, luego lo consideraron toda una exquisitez. Es un plato compuesto por la cabeza de una oveja sin quitarle la piel, cocido en el horno y de guarnición pan y la ya conocida salsa Llajwa. Es una escudilla bien para cena o desayuno. Cada experiencia era novedosa, y sorprendente. Algún día volvían rendidos al albergue después de una jornada de trekking, montando en bicicletas de montainbike y recorriendo distintos senderos con muchas posibilidades de realizarlo en el parque de Sajama al igual que climbing o escalada en el mismo parque.
Si sus perspectivas eran esperanzadoras, la realidad las transformó en nimias. Volvieron poseídos por esa magia del altiplano, el encanto de sus gentes, la grandeza de las montañas y glaciares, los lagos etc.
La ciudad de Oruro apenas si la visitaron porque creyeron oportuno dejar la labor para cuando estuvieran estudiando en ella, y aprovechar así los días de asueto y ratos libres que les obsequiaran sus estudios. En paseos cómplices. Regresaron a sus aldeas con su mochila repleta de emociones, de excitaciones difíciles de exponer. Descubridores de un nuevo mundo, unos colones insólitos.
Marianela, a su arribo al pueblo fue recibida con una gran algarabía por toda la chiquillada. Darío procuró no ser visto. Su mente, durante su ausencia, había dedicado largos momentos a su recuerdo, lleno de nostalgia un mucho de celosa. Poco a poco iba concienciándose de la utopía de sus sentimientos hacia la muchacha, pero le resultaba del todo punto imposible desterrarla de sus abstracciones. De inmediato se formó un corro en torno a ella, y quedaron boquiabiertos con sus relatos, tan extraños para ellos. Cosas y sucedidos ordinarios para tanta gente y espectaculares para todos sus vecinos. Les narró su primera experiencia como pescadora y cuál fue su alegría y regocijo tan grande cuando picó en su anzuelo un pequeño pez –pejerrey-, hasta tal punto que sus saltos de satisfacción y los movimientos bruscos con la caña de pescar consiguió que el pececito lograse desengancharse del pequeño anzuelo y se escabulló raudo como un rayo en las aguas del pantano. No sintió duelo ante esta pérdida y lo fue siguiendo con la mirada hasta que despareció de su vista. Ella y Roberto consiguieron pescar otros pescados y más tarde en un pequeño descampado los asaron al fuego de unas ramas y lo degustaron con fruición. Era la primera vez que probaban semejante bocado y les supo a gloria. Pensó que cuando estuvieran en la capital, en alguna situación, desocupados, acudirían de nuevo al lago y si conseguían algo de pesca volver a comer semejante manjar. Su monólogo entusiasta encandilaba a sus oyentes. Sus contertulios no podían imaginar cómo serían esos baños termales con agua caliente emanada de la tierra y de las rocas, cuando ellos raramente se bañaban y lo hacían con agua fría y unas buenas friegas posteriores para volver a entrar en calor y colocarse con rapidez sus ropas evitando así las tiritonas que les producía la ducha. El relato sobre animales ignotos para ellos les hacía imaginárselos como seres casi semidioses y en sus mentes se arremolinaban infinidad de ideas y deseos de conocer semejantes maravillas. Preguntaban por el canto del colibrí y su contestación les hacia concebir una orquesta mayestática de cientos de estas aves.
La atosigaron a preguntas, hablaban todos a la vez, los más pequeños le estiraban de sus ropas, ahora más modernas y llamativas, para requerir su atención. En el fondo sentían una envidia celada.
Darío hubiera querido contrarrestar tanta admiración contándoles cuantas cosas había aprendido del anciano Felipe, descubrirles la historia de su pueblo, la tradición de sus dioses, pero su retraimiento lo impidió. Se dio cuenta que eran más los celos o la envidia que sentía lo que le empujaba a aquel deseo.
Los últimos días a todos los muchachos se les hicieron extremadamente cortos, el tiempo se precipitaba sobre ellos y cundía el desconsuelo del fin de un albedrío que de nuevo sería constreñido a unas reglas más estrictas, el retorno a las clases, el ir y venir diario en el viejo cachivache que realizaba labores de autobús. Los exámenes, las notas, los deberes…
El primer día de curso, el campus universitario de Oruro era un hervidero de muchachos y muchachas alegres y bulliciosas, un continuo ir y venir de gente joven con sus libros, consultando horarios y aulas donde debían acudir, presentaciones y charlas animadas. Con Darío y Marianela habían llegado otros tres muchachos, solo uno de ellos acudiría a la misma clase que Darío. Hicieron un pequeño corro sorprendidos por aquella escena de gente llegada de diversos pueblos. Pronto entablaron conversación con ellos y fueron tomando confianza. Comentaron la novedad y se interesaron con los veteranos de la vida, costumbres, sistema de vida. Llegó el momento en que tuvieron que dividirse según el aula que les correspondía. Se saludaron cordialmente y con un hasta luego acudieron a su lugar de estudio. Resultó un día entretenido con las diferentes presentaciones, los nuevos profesores, los libros nuevos, las materias, muchas desconocidas para ellos. Todo era una novedad. La mañana transcurrió con un pasmosa rapidez y al medio día de nuevo retomaron el grupo y juntos fueron a comer a la cafetería de la Universidad. El grupo había aumentado con algunos otros miembros de las diversas clases. La comida fue muy amena y animada. Cada cual narraba cosas de su población, de su familia, respondían sin reparo a la curiosidad de sus contertulios y realizaban a su vez preguntas similares a los que a partir de ahora iban a ser compañeros de estudios. La tarde sería de asueto y aprovecharían para colocar sus cosas en las habitaciones de la residencia. Compartirían habitación con muchachos o muchachas de diferentes localidades. Salieron a dar una vuelta por las calles de la capital, inmensa, comparada con sus diminutos pueblos. Los más veteranos o los nativos de Oruro hacían las labores de cicerones.
Darío procuraba casi todo el tiempo estar lo más próximo posible al lado de Marianela. Esta se percataba de ello y procuraba no hacerle ningún feo, pero se dio cuenta de que tendría que hablar en serio con el muchacho sobre cual era ahora su situación. Sentía mucha simpatía por Darío y creía que resultaría harto difícil la conversación pero no quedaba más remedio que tomar el toro por los cuernos. En un pequeño apartado en el tiempo, Marianela se dirigió al muchacho y le dijo: “Darío, me encantaría que esta tarde-noche tuvieras un momento para que hablásemos tranquilamente”
.- Cuando tú quieras.
.- De acuerdo, bajaremos a un bar y mientras tomamos un refresco me cuentas lo que te apetezca.
.- Vale, en eso quedamos.
Darío estaba un tanto inquieto y apenas si probó bocado. Sus compañeros de comedor inquirieron el motivo de su inapetencia y este les contestó con evasivas.
Terminado el ágape salió disparado a la calle y se dirigió al bar de la cita. Marianela tardó unos minutos en aparecer en el local.
.- Buenas noches.
.- Muy buenas. ¿Qué quieres beber?
.- Que sea una naranjada.
.- Camarero, por favor una naranjada y una cerveza. Bien, tú dirás.
.- Mira Darío, no quiero que te hagas falsa ilusiones. Somos amigos, compañeros, del mismo pueblo, pero sabes que tengo novio. Vamos en serio. Ello no quita para que sigamos teniendo una buena relación pero ahora cada uno debe hacer su vida por separado. Lo digo porque he visto que esta mañana no te apartabas de mi lado un solo instante y se me hacía violenta esa situación.
.- Te comprendo, pero no existía ninguna malicia ni intención en ello, era simple inercia. Tendré más prudencia en ocasiones venideras.
.- No quiero que te lo tomes a mal.
.- Ni mucho menos, Marianela.
La conversación transcurrió por derroteros más triviales, comentado las impresiones del día, los nuevos compañeros de clase y de residencia. Pasada la media hora de tertulia ambos se levantaron de la mesa y se despidieron con un beso en la mejilla.
En su habitación, cubierto hasta la coronilla con sus sábanas, Darío rumiaba preocupado la conversación con su amiga. No era capaz de comprender, mejor, de asumir la realidad, dura para él. Quería hacerse a la idea de que aquella situación era pasajera y que más bien pronto que tarde las aguas volverían a su cauce.
Los primeros días, pasado el trance de ir asimilando la nueva situación, tomaron un aspecto de seriedad, los nuevos conceptos, la novedosa metodología, los profesores desconocidos, los compañeros diferentes, impregnaron el ambiente de cierta incomodidad, pero el tiempo fue devolviendo la normalidad.
Cada quincena volvían al pueblo y eran recibidos como personajes relevantes, acosados a preguntas, acariciados por sus progenitores y hermanos. Eran la primera generación que acudía a la universidad y ello era un acaecimiento inusual y novedoso.
La curiosidad de sus vecinos incidía muchas veces en conocer cómo era la vida en la ciudad, las amistades, los ancianos con un tanto de picardía reincidían en cuestiones de amoríos.
.- Seguro que alguno de vosotros o tú Marianela ya habréis echado el ojo a alguna muchacha o muchacho. Todos negaban con prontitud, también Marianela que sentía que los colores asomaban en sus mejillas. Darío la miraba de reojo y sentía palpitaciones en su alma, deseando que aquella negación fuera cierta. La muchacha se encontraba muchas veces violenta en situación semejante y se levantaba del corrillo alegando que debía preparar algún estudio para el lunes siguiente. Darío la seguía con la vista hasta que ella se escondía en su casa. Con la salida de la luna todos marchaban a sus domicilios. Los mayores apuraban los últimos tragos de chicha.
Marianela se percataba de la angustia de Darío e intentaba por todos los medios buscar una solución a este problema que se iba alagando en exceso. Cierto día y sacando como escusa una visita al lago Poopo y teniendo como programa el pasar un buen día de campo, pescando y paseando en barca hasta alcanzar la isla de Panza, invitó a Darío y a los otros muchachos de la aldea a que participasen es aquella jornada. Todos acogieron la idea de buen agrado, también nuestro joven. Lo que para ellos era una simple jornada de asueto, la muchacha quería apostar por Angelina, una amiga suya a la que había hablado de su vecino de aldea y le prometió que se lo presentaría.
El sábado a la mañana con varios coches se acercaron a la orilla del lago e intentaron con mayor o menor fortuna pescar algunos pececillos. Marianela no tuvo suerte esta vez. Reunieron toda la pesca y sobre unas pequeñas brasas asaron el pescado. Aprovechó un momento y reunió a Darío y Angelina.
.- Darío, te presento a Angelina.-
.- Tanto gusto. ¿Estudias en la Universidad?
.- Si, estoy en la misma clase que tu amiga.
.- Y ¿qué te parece?
.- Veras, al principio es un poco duro, todo es nuevo, los profesores, los compañeros, las asignaturas, el ambiente. Cuesta integrarse en este ambiente, pero cuando se consigue todo parece que marcha sobre ruedas. Tú, ¿Cómo lo llevas?
.- Me está costando más de lo que pensaba, pero espero no tardar mucho en conseguirlo. Estamos en ello.
Marianela se excusó hábilmente para dejarlos solos. Ambos estuvieron hablando largo y tendido de cosas en principio fútiles, pero al tiempo fueron inquiriendo detalles de su edad, de su origen, familia.
Darío estaba contento, sin apenas darse cuenta había dejado atrás su frustración por Marianela. Ambos quedaron para verse entre semana.
A su regreso a la residencia, le faltó tiempo para comunicarles a sus compañeros la nueva noticia. Ellos lo tomaron con alegría, máxime porque vieron que su estado de ánimo había dejado paso a un chaval abierto, dicharachero y alegre. Salieron a tomar unas cervezas y todo fueron parabienes.
Marianela recibió con gozo las buenas nuevas de su amiga y compañera, deseosa que esta nueva ruta constituyera una solución al problema que había estado agobiándole hasta el día de hoy.
Angelina era una muchacha muy extrovertida, que parecía tener muy claras las ideas, sobre la vida, su futuro, lo que quería. Su visión se salía de los límites un tanto circunspectos de su compañero. Era más universal, más lanzada. Cuando hablaba de sus planes su conversación resultaba explosiva, casi utópica a los oídos de sus oyentes. Irradiaba pasión, entusiasmo juvenil, ganas de vivir contagiosa. Sus ojos parecían que estuvieran siempre vagabundos en mundos esotéricos, hablaba con fruición, aprisa, como quien teme no tener tiempo suficiente para la exposición de su teorema ante el jurado. Muy aplicada en todo aquello en que ponía su afán. Consecuente y testaruda en lograr sus propósitos.
A Darío, le encantaba la manera tan vivaz de su expresión. La encontraba llena de vida aunque tal vez chocaba un poco debido al carácter suyo, más introvertido, pese a que iba superando ese hándicap, un poco más circunspecto al círculo local, sin esas miras un tanto lejanas.
El muchacho aprovechaba algunos fines de semana que no acudía al pueblo poniendo como escusa exámenes, deberes, cualquier escusa se le antojaba buena para recorrer con Angelina los distintos puntos que Felipe le había narrado en las noches de luna llena. Le fue describiendo cada una de las leyendas aprendidas, y trataron de encontrar el sapo, la serpiente, el Cóndor, como noveles exploradores de una mitología fantástica.
Darío se hizo un estudioso de la mitología de Bolivia, de sus costumbres, su folclore. Devoraba con deleite cuántos libros podía conseguir sobre estos temas, hasta llegar a convertirse en un verdadero experto. En muchas ocasiones sus compañeros de universidad le instaban a que les expusiera sus conocimientos sobre estas teorías. En su mente ya rondaba la idea de que esta materia fuera la tesis de su fin de carrera y ya desde ahora iba recogiendo noticias, citas, prensa e infinidad de datos que recopilaba en su ordenador a tal fin.
¿Te parece bien que vayamos un fin de semana a mi aldea? Es muy pobre, pero muy bonita, con unos montes maravillosos y grandes, con un río pequeño pero de agua clara y fría, verás a los animales correr libres por los campos y conocerás a gente sencilla pero muy buena.
No hace falta que me pongas sobre aviso, yo también provengo de una familia humilde y de un pueblo pequeño. Seguro que me agradará conocer tu aldea y a tu gente.
El zagal apareció en la aldea, ufano, muy ilusionado. Le presentó a su familia, departieron amigablemente con la gente del lugar, disfrutaron con la presencia de Marianela. El fin de semana se les antojó corto pero fue intenso.
Otro día iremos a casa de mis padres, propuso Angelina.
Marianela estaba encantada de ver por fin a Darío exultante de felicidad.
Los demás chicos y chicas de pueblo sentían una cierta envidia, muchos de ellos sabían que no tendrían nunca oportunidad semejante de vivir una experiencia parecida.
El tiempo en Oruro fue transcurriendo con normalidad, todo parecía ir viento en popa. Ahora eran más espaciados los encuentros con Marianela, las dos vidas corrían por caminos distintos sin que quiera decir ello que las relaciones se hubieran deteriorado, pero eran un respiro para la muchacha.
Las visitas de Darío a su pueblo se dilataban en el tiempo pero fueron tomadas con toda normalidad en la aldea sabedores de los nuevos derroteros del muchacho.
Habían transcurridos dos años más de universidad y estos cumplidos tan prorrogados comenzaron a preocupar a su familia. Consultaron con Marianela y esta apenas si pudo darles nimias referencias sobre la vida del zagal en la ciudad. La muchacha prometió que tomaría contacto con Darío para traerles nuevas a sus familiares.
Para Marianela fue una gran sorpresa cuando se interesó por Darío, sus compañeros de clases apenas si pudieron darle alguna referencia de su vida. Le comentaron que lo observaban distraído, desorientado en sus estudios, dejado en sus quehaceres, abandonado en su vestir. Todas estas noticias le inquietaron mucho y procuro encontrarse con su conciudadano y cuál fue su sorpresa al encontrarlo desaliñado, mal vestido y sucio en su porte, algo muy inusual en él.
Darío trató de esquivarla, pero el tesón de la muchacha le obligó a quedar citados en una cafetería próxima a la universidad. Sintió en gran desasosiego al encontrarlo en tal estado y comprendió que todo se había ido al garete. Conoció de sus propios labios que las relaciones con Angelina no habían tenido continuación, que eran varios meses que habían roto las relaciones y que ello le afectó en gran manera, le habían sumido en una gran depresión a la que no supo dar cara, que sus estudios eran un continuado fracaso, que abandonó la asistencia a las clases, solo de muy en cuando asistía a las aulas, que frecuentaba compañías nada buenas, que era habitual pasar noches de juerga, borracho, también inmersos en círculos donde la droga era uso corriente. Estaba avergonzado y ello le impedía presentarse ante su gente en el pueblo.
La impresión que tuvo fue decepcionante y la preocupación se apoderó de ella, al fin y al cabo eran compañeros de universidad, vivían en el mismo pueblo, se conocían de siempre y le producía desasosiego tener que comunicar tan malas noticias a los padres de Darío, a los vecinos en general que verían frustradas todas las ilusiones depositadas en él.
Habló con su compañero y decidieron poner cuanto estuviera de su parte para tratar de reconducir la vida del muchacho. Intentaron ponerse en contacto y salir algunas tardes y fines de semana pero él trataba de esquivar las citaciones.
Marianela buscó al padre José, el misionero que acudía a su aldea y le relató la situación. El buen hombre sintió una gran angustia porque apreciaba a Darío y a sus familiares. Procuró una audiencia con su tutor y encontró en él idéntica preocupación que en la muchacha. Le comentó que estaban a punto de expulsarlo de la universidad por sus continuas faltas de asistencia a las clases, por su nula implicación en las asignaturas, en fin porque consideraban que era una pérdida de tiempo. El panorama que le presentó era desolador. Solicitó una prórroga de tiempo para ver si podía poner remedio a semejante estado de cosas. El tutor le respondió que así lo haría pero que no podía pasar de este curso. Que serían los exámenes finales los que decidirían definitivamente. Le animó con sinceridad y le deseó la mayor de las suertes en semejante tarea que consideraba muy difícil.
El buen hombre contactó con sus compañeros de clase y comprobó que ya no estaba internado en la residencia de estudiantes, que ahora transitaba sin rumbo por las calles, que desconocían cual era su domicilio, que habían perdido completamente el contacto con Darío.
No era el misionero hombre proclive al desanimo y recorrió todas las calles de Oruro a su encuentro y la suerte se alió con él y en uno de los jardines lo encontró en compañía de unos mozalbetes sentado en un banco con unos botellones de cerveza y apurando unos pitillos que supuso enseguida de que se trataban.
El rostro del muchacho se trocó en una mueca de sorpresa. Sintió un rubor que le quemaba las mejillas, arrojó el cigarro lejos de sí y se acercó al sacerdote como un humilde cordero, como quien ve reflejadas sus faltas en una gran pizarra. Accedió a la invitación del padre y se sentaron en la terraza de un bar. Cabizbajo, sumiso, fue contestando a las preguntas del misionero, escuchó humilde los consejos que amorosos salían de la boca del padre. Hizo promesas de regeneración y apalabraron visitas semanales.
El Misionero le aconsejó que abandonara las actuales compañías, que procurara si fuera posible retomar las relaciones con Angelina, que cambiara de amistades, que se apoyara en Marianela.
Darío asintió.
Acudió a las primeras citas, bien arreglado, con otro talante, pero el padre conocía por otros conductos que solo era un paripé y se lo echó en cara. Le instó que acudiera a su iglesia algunos días para tener un contacto más seguido. Todo ello quedó en agua de borrajas. Volvió a comentar todo con el tutor y se dio cuenta perfecta de que no había conseguido enderezar el sendero del muchacho, que las probabilidades de que prosiguiera sus estudios en la universidad se habían extinguido por completo. No le quedaba más remedio que multiplicar sus oraciones y continuar sin denuedo su esfuerzo.
Cuando acudió a su aldea, en un apartado les comunicó con serenidad a sus padres la situación de Darío. Les transmitió todo el consuelo que pudo, los consoló en su angustia y en su fuero interno celebró aquella misa como ofrenda al Eterno para la salvación del joven.
Aquellas vacaciones fueron distintas, atormentadas para sus familiares, Darío no acudió al pueblo, sus padres no tuvieron noticias de su paradero. Apalearon a dar contestaciones esquivas a los convecinos, con mentiras piadosas. Recorrieron la ciudad de punta a cabo, consultaron con varios estudiantes, en la policía, pero sus pesquisas fueron vanas, era como si se hubiese esfumado.
Al cabo de unos meses se presentó en el pueblo un funcionario para comunicarles que su hijo estaba retenido en una comisaria acusado de un robo. El disgusto fue mayúsculo. Acudieron en el mismo coche del comisario y lo encontraron en un pequeño calabozo, desaliñado, con las facciones de su rostro maltrechas, con ojeras. No pudieron contener sus lágrimas.
Darío los recibió con cierta altanería, en plan defensivo, les conminó a que no tuvieran compasión de su estado, espetándoles su mayoría de edad, a que era él quien había escogido este tipo de vida, que nunca más regresaría a su aldea, que se olvidaran de él. Ni siquiera tuvo el detalle de agradecerles el pago de la multa que con gran sacrificio habían satisfecho. Salieron de la comisaria y ya en la calle el muchacho tomo el sentido contrario a sus padres. Se había roto el lazo familiar.
En el pueblo la noticia cayó como una bomba. Nadie daba crédito al relato de sus padres. Para todos era incomprensible la actitud de Darío. Trataron por todos los medios de consolar a sus padres, de ayudarles en las tareas de recogida del cereal, de hacerles más liviana la situación.
Marianela, de regreso a sus estudios, era ya el último curso, de nuevo tuvo que sufrir el acoso de Darío, que se presentaba en el campus y trataba por todos los medios de contactar con ella, muchas veces en estado etílico, fumado. Ella y su novio tuvieron que cambiar de costumbres, de lugares de alterne para esquivarlo. Evitaban todo contacto con él para no verse inmersos en situaciones comprometidas, para no tener escenarios hostiles que comprometieran a Roberto que debía hacer esfuerzos ímprobos para contener su enojo. En varias ocasiones estuvo Roberto por llamar a la policía y solo la insistencia de Marianela consiguió impedirlo.
Solo en una ocasión. Darío apareció por la aldea, altivo, desafiante y una vez en su casa, conminó a sus padres a que les dieran dinero. Ellos se negaron rotundamente, primero porque no lo poseían y el poco que tenían era menester para atender a sus hermanos y las necesidades de la hacienda. La rabia se apoderó del muchacho e intentó agredir a su madre. Sus hermanos y su padre se interpusieron e impidieron tal acto. Se marchó profiriendo maldiciones y amenazas inconfesables contra todos sus vecinos.





La vida fue transcurriendo con total normalidad entre el vecindario. Todo había quedado en el olvido.
Marianela había contraído matrimonio con Roberto y se trasladaron a vivir a Oruro. Había conseguido un puesto de enfermera en un ambulatorio y su marido también trabajaba. Tenía la oportunidad ahora de enviar algunos bolivianos a sus padres a los que siempre estaba muy agradecida. Cuando acudía al pueblo, se pasaba por casa de Darío y casi a hurtadillas depositaba algunos cuartos en la mano callosa de la madre, que los acogía con cierto sonrojo, con un infinito agradecimiento. Nada comentaban de hechos pasados. Era lo mejor para todos.
Quiso la tragedia cruzarse en la vida del matrimonio. Roberto tuvo un serio accidente de tráfico y tras varios días en cuidados intensivos falleció. Ello supuso un fuerte golpe moral para Marianela. Se truncaba de manera fatal todo un maravilloso porvenir. Tardó mucho tiempo en recuperar su estado de ánimo, pero era una mujer fuerte, que había acuñado en su espíritu la entereza de carácter de sus antepasados, las virtudes del trabajo, de la esperanza, y todo ello contribuyo a que su ánimo no decayera nunca, a sobreponerse de las circunstancias más adversas.
Tuvo ocasión de atender a Darío en su consulta por las heridas recibidas en una reyerta. Le era casi desconocido, demacrado, de extrema delgadez, mugriento, su cara era un espectro, sus ojos hundidos, sus brazos marcados por los pinchazos de la droga, su habla, pastosa.
Darío conocía la desdicha de la doctora y osó proponerle relaciones.
Marianela trató de convencerle de ello era imposible. Los años no habían transcurrido en balde, las circunstancias eran muy diferentes, las distancias emocionales infinitas.
No agradaron estas manifestaciones a Darío y sus ojos se llenaron de un odio infernal, tambaleándose salió de la estancia y su mirada era un afilado puñal.
Marianela sintió que el miedo helaba su cuerpo, que este encuentro podría derivar en otros posteriores, con cualquier escusa, que podrían volver a repetirse situaciones lejanas en el tiempo, pero que se reproducían con gran nitidez en este instante.
Muchos días, a la salida de su trabajo, encontraba a Darío sentado perezosamente en un banco en el parterre delante de la entrada del ambulatorio, adormilado. Ella trataba de esquivarlo pero él se dirigía a ella con grandes gritos, con palabras soeces. A partir de entonces tuvo que salir del trabajo por una puerta lateral. Entonces Darío se presentaba en la consulta, obviando las observaciones de los celadores y debía ser sacado a la fuerza y algunas veces entregado a la autoridad.
Consideraron como remedio solicitar traslado a otro centro sanitario para evitar incidentes análogos. De momento aquella decisión obtuvo el resultado apetecido.
En el pueblo se borró su recuerdo, ni si quiera sus hermanos hablaban de él, también su padre sufría su vergüenza, solo en el corazón de su madre anidaba el recuerdo de un hijo pródigo, una esperanza de reencuentro.
Cierto día, Carlos, uno de los hermanos de Darío, transitando por un sendero, recogiendo moras e higos chumbos, oteo en el cielo un grupo de aves carroñeras merodeando la zona. Le extrañó la cantidad de ellas, porque siempre era normal que algunas revolotearan en busca de cadáveres de ganados muertos, de pequeños roedores. Cuando llegó a su domicilio lo comentó con sus padres y hermanos. No le dieron mayor importancia, pero él decidió investigar por su cuenta. Nadie en la aldea había echado en falta ningún animal, pero podía tratarse de algún otro bicho salvaje. La curiosidad del zagal pudo más que todas las razones. Acudió con el pretexto de recoger más frutos salvajes y estuvo largo contemplando los movimientos de las aves. Constató como se lanzaban sobre una zona determinada y de nuevo emprendían su vuelo. Se acercó con sigilo, temeroso de ser atacado por los carroñeros y entre la maleza vio una hendidura donde penetraban las aves. Sintió un olor nauseabundo que inundó su olfato y tapándose las narices se acercó hasta el borde de la pequeña sima. Le pareció contemplar en el fondo un bulto que no supo distinguir su naturaleza, pero reparó que algunas aves portaban en su pico algo parecido a trozos de ropa. Contó su advertencia en la placeta del lugar y algunos vecinos convinieron que eran bueno ver qué era lo que ocurría en aquel terreno.
Salieron un grupo de cinco vecinos con algunos machetes para limpiar la breña y algunas escalas por si eran necesarias para acceder al lugar. Comprobaran que el lugar era el mismo donde hace años y a causa del terremoto encontraron el cuerpo de Darío. Decidieron descender la pequeña sima y una vez en el fondo de ella encontraron un cuerpo de un hombre con sus facciones bastante deterioradas por la labor de las aves, de tal manera que un primer momento no pudieron discernir de qué persona pudiera tratarse. Lo alzaron en una parihuela y una vez arriba observaron con estupor que se trataba del cuerpo inerte de Darío. Achacaron el accidente a la casualidad, a la mala suerte, entendiendo que en su regreso a casa, bien la noche, bien la frondosidad de la maleza le hicieron tropezar y caer en la sima.
Una vez en el pueblo lo compusieron y llamaron al médico para los certificados oportunos. Sus hermanos y padres lloraron largamente su muerte. Todos observaban estupefactos, en silencio sacro. Muchos se santiguaron y dirigieron una mirada inquisitiva al cielo. Avisaron al padre misionero.
Cuando se dispusieron a amortajar el cuerpo, Carlos encontró en un bolsillo de la roída y maltrecha chaqueta un papel arrugado. Se lo acercó a uno de los muchachos mayores para que descifrara su contenido. Estaba escrito en tinta de estilográfica, con caracteres temblorosos, casi borrados por la humedad.
La vida ha sido dura conmigo, pero tuve la oportunidad de mutarla en mejor para todos, a todos os tengo que pedir perdón por mi desidia. Hoy es momento en que no veo ningún futuro, entiendo que es el momento de volver a mis raíces, al lugar de donde nunca me debisteis haber sacado. Sé que no hay resurrección posible, pero quién sabe si el buen Dios misericordioso me brinde otra nueva oportunidad, aquí y en mi primitiva postura fetal”
Se podía cortar el silencio, denso, largo…
El padre misionero, en su panegírico recordó las bondades del difunto y alertó a los asistentes de la fragilidad humana, de los tropiezos que encontraremos en nuestra existencia, de las picardías y argucias de las que se valdrá parte de la sociedad para desviarnos del camino recto.
No nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén”
Fue un amén sentido.



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