FETAL
FETAL
La
aldea era pequeña, con sus débiles casitas, muchas de ellas de
forma circular al antiguo estilo aimara, alzadas con ladrillos de
adobe o excrementos de sus animales y cubiertas con hojas de palma,
al abrigo de un gran monte en la altiplanicie de la sierra de los
Andes formando un círculo que crea en medio una pequeña plaza que
sirve de foro para las reuniones y asambleas populares, al igual que
para celebraciones festivas con vestidos de vivos colores y
movimientos vivaces, con timbales y cuernos o phututus que llenan con
su sonido ronco el pueblo y el aire esparce por los alrededores y
golpeando sus notas en las laderas blancas de las montañas, sus
declives cubiertos con patujúes y toborochis de hermosas gamas de
colores, su rebote las extiende por toda la cordillera colmando el
ambiente de una alegría contagiosa donde aquellos hombres mujeres y
niños por un momento aparcan su atormentada existencia, alabando a
sus ancestros dioses; Inri el dios del sol y Panchamama la diosa de
la tierra y celebrar el culto cristiano con una mesa que hace las
veces de altar con hermosos toborochis y cantutas cuando acude el
misionero con la buena nueva y porta en su mochila ilusiones
renovadas, medicinas que pueden paliar enfermedades congénitas,
ancladas de hace tiempo en esos cuerpos maltratados en las labores
del campo, azotados por los alisios fríos que provienen de la
sierra, de la nieve que atasca sus caminos y los conmina en sus
aposentos, sentados al fuego de unos leños recogidos en la selva
aledaña, ramas desgarradas de un tronco vetusto, siempre con la
mirada puesta en el cielo y soñando con una cosecha de papas y
algunos granos de cereales que alimenten sus estómagos y las sobras,
a sus pocos animales que corretean libres por las tierras yermas,
gallinas, alguna vaca, llamas, todos debajo un frondoso árbol que
cobija con su oblonga sombra el cuerpo espigado y consumido del
sacerdote. Es una fecha especial en la que todos se ven reconfortados
y donde su fe se inflama y se manifiesta en el cariño de la acogida
acompañada con esa sonrisa llana, con sus ojos iluminados que
desprenden un haz de gratitud que se grava a fuego en el corazón de
ese humilde servidor y que ve en ello compensada toda su labor
callada y nunca bien reconocida en otros lares donde la existencia es
más próspera.
Los
niños pequeños gatean y apenas balbucean sus primeras palabras,
enseñan sus ombligos morenos bajo su jersey florido, corto, aseado,
su pelo recio y azabache crece picudo y colgados a las espaldas de
sus madres en un hatillo, acuden al campo porque no queda nadie en la
aldea a su cuidado, solo unos ancianos que apuran un cigarro liado
con hierbas secas o mastican unas hojas de coca. Apuran un café de
achicoria o cebada quemada y sorben un trago de chicha y su iris
extraviado en la lejanía apenas si vislumbra sus montañas, apagados
sus ojos por esas cataratas impenitentes, compañeras viejas,
aseándose de sus legañas y rememorando sus tiempos adolescentes.
Sus barbillas son ahora prominentes, su escasez de dentadura las
provoca inexorablemente. El humo de su pitillo dibuja en el aire
figuras fantasmagóricas y aros grisáceos que los chavales tratan
de asir con sus manos en un juego de magia.
Los
muchachos mayores acuden todos los días en un destartalado automóvil
al colegio de la ciudad más cercana, y no vuelven a hasta llegada la
tarde parda y llenan de alborozo la placeta del lugar. Corretean y
juegan hasta el arribo de sus padres que con la fatiga en el cuerpo
les ordenan que preparen la leña, que ordeñen la vaca, y cenan
todos reunidos con sus cuerpos sentados en el suelo, unos cuencos de
chuño - patatas deshidratadas- o apuran un bol de chairo
condimentado a base de caldo de oveja con papas, chuño y verduras,
con sus manos a modo de cuchara que relamen con placer.
Los
ancianos aprovechan unos instantes antes de que los zagales se
recojan en sus humildes casitas para narrarles historias de antaño,
fantasiosas o poseedoras un tanto de realidad como la del
Chiru-chiru. Con palabra pausada, solemne, temerosos de ser
escuchados por sus dioses, van desgranando sus hazañas y su vida. El
tono de voz del relato, casi oscuro, bajo la luz de la luna llena
impregna el sentimiento de los oyentes y se marca a fuego en sus
mentes convirtiéndoles en futuros predicadores de todas estas
mitologías ancestrales lo que provocan la imposible desaparición de
costumbres, leyendas, ritos.
“El
Chiru-chiru era un hombre considerado por los vecinos como un
mendigo, hasta tal punto que ignoraban sus traperías y robos pero él
se las apañaba para vender por las noches cuanto sustraída por el
día. Y realizan un dibujo en el aire con sus manos, y lo pintan con
una cara feroz y arrugada, sus cabellos despeinados y grasosos, sus
ropas raídas y mugrientas. Los niños lo reflejan en sus ojos
abiertos, con un cierto temor inmerso en sus diminutos cuerpos. El
anciano intenta imbuir un halo de misterio en toda la narración y
conseguir en torno al relato un ambiente casi fantasmal. Solo su
risa estentórea ante la mirada pasmada de los pequeños rompe por un
instante ese estado anímico de los oyentes. Continua un poco más
tarde: “Aunque parecía un hombre malo y ladrón, que la verdad,
al menos ladrón sí que lo era, tenía gran devoción por la Virgen
de la Candelaria, también denominada Virgen del Socavón, pero en
una de sus correrías fue herido por un peón caminero cuando nuestro
hombre intentaba hurtarle sus pertenencias. Caminó malherido durante
largo tiempo auxiliado en su cayado, arrastrando su cuerpo
ensangrentado pero apoyado en su enorme fuerza física del
campamento en el que intentaba robar y hasta que sus fuerzas
flaquearon y cayó malherido a las afueras de la ciudad. En su
agonía se encomendó a la Virgen y esta acudió en ayuda de nuestro
hombre, solícita en su auxilio y le llevó arrastrando hasta su
humilde guarida en una cueva bajo la nacarada montaña llamada el Pie
del Gallo. Allí nuestro hombre recuperó parte de sus fuerzas aunque
no le era posible el caminar debido a la gran cantidad de sangre
perdida durante el trayecto. Se acurrucó en un rincón de la covacha
y se tapó malamente con unos harapos que hacían las veces de manta
y se alimentó con algo de carne adobada y un poco de caldo que
calentó con unas pocas brasas que a duras penas logró reavivar. En
tal estado permaneció varios días”.
El
anciano guardó un cómplice silencio, sabedor de que había vuelto a
conseguir otra vez la curiosidad del auditorio, en tanto que sacaba
de su faltriquera una hoja de coca que masticó con parsimonia
calculada.
La
intriga de los muchachos se centraba en el final del citado personaje
y el silencio que intencionadamente provocó el narrador, creó un
halo de magia, de misterio y aguantaban, con sus ojos abiertos, casi
salidos de sus órbitas, que el buen anciano ultimase la leyenda.
Tras unos segundos, casi eternos para la impaciencia de los pequeños,
prosiguió: “la Virgen le atendió bondadosamente y nuestro hombre
fue confesando sus robos y malas acciones, le describió todas y cada
una de sus jugarretas, con un sincero arrepentimiento por todo el mal
que había provocado y no acabando nunca de agradecerle todas sus
bendiciones de la que no se considera digno”
“Los
vecinos, continuó, se alertaron al notar la ausencia de nuestro
personaje durante varios días en el pueblo y con un cierto recelo y
no exentos de temor acudieron la gruta formada por desprendimientos
de rocas y las filtraciones de agua y lo localizaron exánime en un
viejo y roído camastro y cubierto su cuerpo con unas míseras ropas,
pero cuál fue su sorpresa al contemplar estupefactos sobre la
cabecera una preciosa imagen de la Virgen de la Candelaria con un
hermoso niño. Decidieron por unanimidad llamarla Virgen del Socavón,
y prometieron honrarla con tres días de fiesta trascurrido el sábado
de carnaval. Desde aquel año, tan lejano en el tiempo, veréis como
acuden centenares de personas en romería. Los mineros que
encontraron tan prodigiosa imagen, consideraban a Chiru-chiru como un
demonio con poderes sobre el bien y el mal y decidieron disfrazarse
de tal guisa y temerosos de ser presos de sus maleficios colocaban
velas de sebo encendidas en las grietas de sus galerías y le
ofrendaban llamas jóvenes y bebidas de licor –chicha- y
denominaban a este acto “convideos a Panchamama”. Ya sabéis que
también en nuestra aldea celebramos a esta diosa de nuestros
tatarabuelos, como diosa de la tierra”. Ved, muchachos, observad
como la luna llena se apodera rauda del firmamento, como con su luz
esconde a las demás estrellas. Fijaros y veréis como es haragana
para retirarse a las mañanas. Es la madre de los lobos, de los
chacales que le lanzan esos aullidos feroces de sumisión. ¿Los
habéis oído alguna vez por las noches de luna llena? Ponen a uno
los pelos de punta. ¿Sabéis una cosa? Ella descubre nuestras faltas
porque su luz desgarra las tinieblas e inunda la faz de la tierra.
Los
zagales curioseaban el firmamento sin estrellas, solo la luna como
propietaria absoluta del firmamento, atónitos al enorme círculo
brillante y comprendían el porqué de aquellos sonidos agudos.
Para los niños el tiempo se estacionaba mansamente, con parsimonia
infinita escuchando semejantes fábulas hasta que eran llamados por
sus padres para irse a acostar, siempre con la promesa del anciano de
una nueva parábola.
La
noche alargada se apodera del cielo y arropados con cariño, dormidos
formando una piña para darse mutuamente calor reposan plácidos en
la única sala de su chabola que hace las veces de cocina, comedor y
dormitorio. Un orinal es el único inodoro comunitario y sus heces y
orines son tirados a un pequeño barranco que hace las veces de
vertedero. Los jueves, se transforma la monotonía de sus vidas, es
día de mercado y con su hato repleto de frutos recogidos en la selva
o de algunas verduras, de vestidos, taris, chuspas, aguayos, guantes,
gorros y demás prendas de abrigo, confeccionadas en los pocos
momentos libres que les dejan las labores domesticas y agrícolas a
las mujeres, se encaminan a la plaza de la ciudad y los truecan en
unos pocos bolivianos que sirven para variar algún día la
reiteración de su ración de asueto. Los zagales esperan con ilusión
la vuelta de sus padres para recibir un caramelo o un chuche como un
regalo caído del cielo. Así una semana tras otra. Mes tras mes. La
mísera cosecha que muchos años se resiste a ser benévola con su
arduo trabajo alivia su vida y es celebrada con fiesta y jolgorio y
acción de gracias a sus dioses ancestrales que aún perduran en sus
creencias pese a haber sido catecumenizados y adoctrinados en la fe
católica.
Hoy,
como de costumbre, duermen todos hacinados, con esa tranquilidad que
produce el cansancio, pero su noche no va a ser una noche tranquila.
Las fuerzas de la tierra parecen haberse conjurado y como resorte de
una fuerte lid entre ellas, han comenzado a temblar, produciendo en
ruido sordo y ronco que ha sobresaltado a todos los moradores de la
aldea. Un fuerte terremoto les ha hecho salir huyendo de sus cabañas
que se tambaleaban y caían rotas como sencillas hojas de papel. Los
árboles sacudían sus troncos y dejaban escapar sus hojas al fuerte
huracán que acompañaba al fenómeno. Otros menos resistentes se
tumbaban cansinos y sus raíces eran arrancadas con saña de sus
entrañas. La nieve de las montañas creaba enormes aludes que
levantaban una nube blancuzca y avanzaban amenazantes. Todos se
santiguaron y corrieron a refugiarse bajo el frondoso árbol de la
placita. Tiritaban de frío porque no les había dado tiempo a
vestirse o recoger alguna prenda con que abrigarse. Los niños
pequeños lloraban y se arropaban en el rebozo de su madre, los
mayores se preocupaban de ayudar a los ancianos. Todos rezaban.
Alguien, previsor, encendió dos velas de sebo y se encomendaron a
Inri y Pacha-bamba, sus dioses indígenas. Fueron unos instantes
eternos, de una angustia indescriptible. Cuando todo terminó al cabo
de unos minutos, con el terror invadiendo su alma, sus ojos pudieron
observar como sus pocos enseres, su casita, todo su ajuar había
quedado arruinado, solo los animales, no todos, guiados de su
instinto innato de supervivencia habían conseguido sobrevivir a la
catástrofe. Siempre era un consuelo. Entre todos formaron una gran
fogata y cada uno con lo que pudo salvar de entre los escombros
realizaron una frugal comida que sirvió de desayuno. El ánimo de
todos estaba por los suelos. El autobús de los niños no arribó al
pueblo al estar cortada por desprendimientos la carreterita sin
asfaltar. Fue el chofer quien transmitió las primeras novedades a
los servicios de urgencia de la ciudad que si bien habían notado el
seísmo, su intensidad en ella no fue notable. Ese día no hubo
escuela y todos se afanaron en el arreglo de su techado y en salvar
los enseres posibles para continuar su vida. La cosecha se había
perdido y con ella toda una temporada de trabajo había sido baldía.
Los servicios de urgencia lograron a duras penas alcanzar el lugar y
colocar unas tiendas de campaña, trajeron medicinas y llegaron dos
médicos para paliar en lo posible las heridas de los habitantes y
ver si era necesario el traslado de algún malherido al hospital.
Portaban también harina, legumbres, agua potable y otros alimentos
para mitigar las primeras necesidades. El riachuelo que surcaba
cercano a la aldea había sido taponado por la tierra desprendida y
formaba ahora una pequeña laguna donde permanecía preso, su agua de
color rojizo. Unos cuantos vecinos se encargaron con sus rudas
herramientas de volver a encauzarlo abriendo un pequeño cauce de
desagüe entre la montaña de tierra y piedras. Todos se apresuraban
en lograr la normalidad de la vida cotidiana. Apenas unas pocas
líneas en un rincón de la prensa y ya no retornaron las visitas de
ayuda. Se las tuvieron que valer con sus conocimientos sobre hierbas
medicinales y arrancando la corteza de los molles, árboles muy
cotizados en otros lares por ser de donde se obtiene la aspirina.
Reaparecieron los viejos conjuros y se conjuntaban en una misma
alacena un Cristo, una Virgen, o figuras de sus deidades ancestrales.
Los
adolescentes, tras unos días ayudando en las labores de auzolán,
renovaron las clases y regresaban al pueblo por caminos secundarios
repletos de abrojos, por vericuetos estrechos y peligrosos.
A
la vuelta de la ciudad, con el arribo de la noche notaron la ausencia
de Darío. La preocupación se adueñó de la localidad y varios
piquetes de hombres salieron con antorchas en su búsqueda. Llamaban
a gritos y sus perros acompañantes aullaban con fuerza, pero todos
sus esfuerzos no eran correspondidos con réplica alguna. Dejaron
para la mañana siguiente la vuelta a la batida sin que sus rastreos
tuvieran éxito. Se redoblaron las preces, se encendieron velas a los
pies de pequeños altares con estampas de la Virgen como retablo
único. En Ella estaba depositada su última esperanza. En tanto que
unos hombres trabajaban en mancomunidad para preparar nuevamente la
tierra, otros seguían a diario con la búsqueda sin que por ahora
obtuvieran resultado alguno. Su confianza se iba difuminando con el
transcurso del tiempo, solo su férrea fe les mantenía en sus trece.
Darío,
esa tarde había tomado un atajo diferente a sus compañeros porque
quería recoger moras y algunos higos chumbos para llevar a casa. La
noche se le echó encima y aun conociendo el sendero marchaba con
cautela. En un instante se dio cuenta que había sido tragado por la
tierra. Una hendidura era ahora el motivo de encontrase apresado
entre dos paredes que formaban una sima de unos veinte metros de
profundidad y algo más de cinco de ancho. Sintió un fuerte golpe en
su caída y temió que se hubiera roto algún hueso porque le dolía
mucho el brazo derecho. Estuvo demandando a gritos socorro durante un
buen rato hasta que su voz se tornó afónica y apenas podía
articular sonido alguno. Resonaban entre las estrechas paredes de su
celda y ensordecían sus oídos, haciendo que su eco se prolongase
durante largo espacio y eso le ponía la piel de gallina. Se acomodó
como pudo en su jaula, junto a un rincón, encogido de piernas,
abrazadas con sus manos tratando de protegerse del frío invernal que
hacía. En posición fetal. Su agotamiento se apoderó pronto de él
y se quedó adormilado. Ignoraba cuanto tiempo permaneció en este
estado. Estaba aterido y se alzó del suelo pegando unos cuantos
saltos para entrar en calor. Pronto emprendió otra vez a lanzar sus
llamamientos de auxilio con renovadas fuerzas, pero su esfuerzo era
baldío, fútil porque nunca recibía respuesta alguna. Le fue
imposible contener sus lágrimas y golpeaba con denuedo las paredes
de su prisión como quien persigue romper un muro que le apresa sin
rubor. Notó que por la grieta caían algunas gotas de agua, eran
gotas frías pero no se arredró y se frotó con energía su rostro
para espabilarse, y apagó su sed haciendo de sus manos un cuenco y
sorbiendo un poco de agua. Por más que intentaba escalar la pared
sus manos no conseguían asirse a ningún saliente y sus pies
resbalaban retornando al lugar de origen. Sentía un cierto hormigueo
en su estómago causado por el hambre y solo poseía un pequeño
mendrugo de pan que le había sobrado de la merienda del día
anterior y algunas moras ahora escachadas y que tiñeron sus manos
de un color violáceo. No era gran cosa, pero también pensaba que su
estancia allí podía durar un tiempo indefinido y que le iba a ser
imposible hacer unas previsiones con tan poca cosa. De momento
decidió repartir en dos partes y aliviar algo su necesidad de
desayunar. Tampoco le asustaba ayunar un día o varios ya que en su
casa le había sucedido más de una vez. Entre tanto esperaba el
milagro de su libertad.
Un
día acudió a la aldea el misionero preocupándose por sus moradores
y sobre todo solicitando nuevas sobre Darío. La celebración de la
eucaristía fue una petición de ayuda divina para semejante
situación y una promesa por su parte de que a la vuelta a la ciudad
hablaría a las autoridades del caso para que pusieran los medios
necesarios en el rescate del zagal.
A
la mañana siguiente se presentaron en la aldea varios policías con
unos perros adiestrados en esta clase de exploración y acompañados
por varios vecinos indagaron por diferentes zonas del lugar y sobre
todo en las veredas que conducían a la urbe. Al cabo de unas horas,
los canes dieron muestras de haber encontrado el rastro del muchacho.
En todos los participantes brilló una luz inusitada en sus rostros
y su corazón sintió un revolcón de esperanza. ¿Estará con vida?
¡Dios lo quiera! Se persignaron todos. Encontraron la sima y los
especialistas hicieron con pericia la labor de salvamento.
Darío
sufría síntomas de hipotermia, estaba desaliñado y encogido en
posición fetal. Totalmente fallido apenas reparaba en lo que
acontecía en su entorno. Lo envolvieron en una manta y recobró el
ánimo al sentir el abrigo. El médico le realizó un reconocimiento
y comprobó una rotura en el brazo en su parte superior que requería
ser enyesado, recomendó descanso total, y le administró unos
calmantes y depositó unas medicinas en casa con las recomendaciones
pertinentes para su uso.
Todo
este acontecimiento fue motivo de un júbilo exultante en la aldea.
Sonaron los tambores, cantaron y bailaron todos, y las visitas eran
constantes, si bien comedidas, dado el estado del enfermo. Fue un
motivo de fiesta. Dieron gracias a Dios y a sus dioses.
En
la población, con un trabajo de comunidad, con un esfuerzo ímprobo,
con apenas materiales y herramientas, las pequeñas casitas fueron
reconstruyéndose poco a poco y según las necesidades,
aprovechándose el espacio de las tiendas de campaña que había
donado el Estado como dormitorio y vivienda para los que aún no
tenían habitáculo donde pasar el día y habitación por la noche.
El poco tiempo que restaba se aplicaba arreglando los campos para la
próxima cosecha que les proveyese de alimento y sustento. La ayuda
ofrecida, como suele acaecer en casi todos estos casos o parejos
llegaba con cuentagotas, ignorando todo el mundo donde estaban
almacenadas las promesas, los compromisos en discursos enfáticos de
profecías cuasi mesiánicas y diariamente con la esperanza, casi con
frustración y siempre con desesperanza, obligando a un esfuerzo
extra, a un cansancio inestimable, al esmerado cuidado con míseros
métodos naturales a su alcance por penuria total de medicamentos,
que obtenían muy de tarde en tarde de la mano del misionero, a los
que habían quedado maltrechos por el terremoto, logrando aliviar en
algunos casos los males que padecían y en otros bastante hacían
con mantenerlos como estaban. Algunos no pudieron resistir sus
heridas, a otros les asumía la nostalgia de tiempos pasados y
mejores y con ellos se fueron y se los acarrearon en su alma a
saber a qué otra mejor vida, que tampoco necesitaban gran cosa para
superar a la que hasta ahora habían disfrutado. Fallecieron. Los
niños acudían a una escuela habilitada provisionalmente en la
aldea. Un vecino con algún estudio hacia las veces de profesor,
todavía una chabola con techo de hojas y sin paredes, acomodados en
el suelo y apoyando sus pocos restos de material escolar en sus
piernas entrecruzadas haciendo la vez de mesas, en tanto no se
habilitara un camino que pudiera transitar el autobús. No tenían
recreo porque era precisa su ayuda en sus ratos libres, solo el sueño
reparador en unas pajuelas extendidas en la solera del habitáculo y
apenas unos harapos que cumplían las veces de mantas y que a duras
penas protegían en las crudas noches, cuando el aguacero calaba las
hojas que forjaban el techado y que colocadas al calor del fuego en
el interior del albergue secaban, lo mismo que la ropa que era
idéntica la de un día para otro, pese a que las mujeres trabajasen
a destajo para poder a poco hacerse con un mísero ropero.
Transcurrido cierto tiempo el poblado estaba rehecho, retornó la
alegría al lugar. Los hombres podían dedicarse a las tareas del
campo durante el día con la expectativa del arribo de la cosecha que
les crease autosuficientes, con la mirada perennemente puesta en el
cielo oteando esos nubarrones amenazadores de tormentas que podían
dar al traste con todo su arrojo, con toda su lucha, con el júbilo
de los muchachos correteando por la aldea, con el poco ganado que
había subsistido al seísmo comer las briznas de hierba que iban
poblando los campos y laderas de sus montes. Renacía la ilusión,
pero permanecía impasible en sus almas la memoria del cataclismo
acontecido y el desasosiego se convirtió en compañero ingénito de
sus pensamientos, inseparable tal que moscones cachazudos, gandules,
del verano que no abandonan sus organismos, omnipresentes en cada
escondrijo de la casa, inspectores recalcitrantes de los pucheros, a
manera de amigos inseparables de la familia. El día que aparecía el
sacerdote, siempre con algún regalo en forma de pitanza y se reunía
en la iglesia en donde con palabras de consuelo, dejando asomar en
sus pláticas ese compartimiento del dolor de su pueblo y asomaban a
sus ojos reflejos de impotencia y sus ruegos a Dios eran emotivos,
conllevando todo el sentir de aquellas personas, hijas del mismo
Creador, hermanas suyas, las dudas llenaban su razón, y un porqué
inquisitivo azogaba su espíritu, sin darse cuenta que con ello
conseguía trasladar el alivio de sus males, aplacaba sus llagas y
heridas con las medicamentos que traía del dispensario y llenaba sus
ojos de sollozos incontrolados de gratitud, aquella fecha borraba de
un plumazo toda la congoja pasada y los abrazos y besos eran sinceros
y compensación asaz para la labor incansable de aquel personaje
delgado, espigado y achacoso ya por los años y fatigas, por el ir y
trasegar por sendas polvorosas, camino encharcados, calados sus
huesos por las tormentas implacables, eternas. Su despedida era un
hasta luego, un luego suspirado. Transcurrido un largo tiempo la
aldea había recobrado su lindeza, las casuchas antes, ahora
semejaban diminutos palacios, aseados como el oro, enlucidos con cal
donde el sol se complacía, compartiendo minutos y obsequiándoles
con su calidez y ayuda a la futura mies, apreciado como un vecino
más. Los días transcurrían simples, gemelos, aquellos niños que
conocieron la catástrofe, eran ya adolescentes, con ideas más
avanzadas que sus congéneres. Varios habían iniciado cursos en
institutos de la capital donde pasaban toda la semana en pequeños
centros regentados por instituciones religiosas que ayudaban a la
economía familiar por otra parte escasa de medios para acometer los
gastos que conllevaban. Los fines de semana en sus reuniones
familiares hablaban de acontecimientos, de pensamientos, de futuros
que a los ancianos se les antojaban inauditos, que las madres sentían
en sus entrañas como un nuevo embarazo que conllevaría una
separación de sus raíces, que sus manos rugosas y encallecidas no
podrían acariciar sus rostros, pero entendían en ese silencio
propio, interior de su corazón que todo era para mejor o al menos
debería ser así. No habían conocido otro mundo más que el suyo y
estaba tan enraizado en su existencia que formaba parte de un todouno
y rogaban a su dios con sus manos envolviendo su faz, sin conseguir
derramar una sola lágrima, agostadas ya por las añadas y con el
temor de lo que podía ser un mundo distinto y distante. Veían a sus
retoños gozosos, con ilusiones maravillosas, con esperanzas
infinitas de que todo aquel esfuerzo, tanto y tanto sacrificio, como
la siembra, consiguiera mutar toda una vida, la única vida que
conocían y a la que se aferraban con ahínco. De nuevo todo era un
ignorado estreno, ignoto, cuyo fruto quizás sus vidas ya ajadas, sus
cuerpos cimbreados por el esfuerzo diario, su corazón adusto, su
alma quebrantada de infinitos cuidados no conocerían ya. Y cada
adiós se trocaba en un hasta nunca, escasas las fuerzas, largas las
añadas. ¡¡Así tendrá que ser!!
Dentro
de las pocas fiestas que pueden permitirse y no todos los años por
la escasez de medios económicos era la asistencia al Carnaval de
Oruro. Vestidos con sus mejores galas, con sus ponches, sus aguayos,
sus taris multicolores se trasladaban a esta capital de su distrito y
participan de esta extraordinaria y vistosa fiesta que dura diez días
y en la que participan cientos de bailarines y bandas de músicos
donde interpretan danzas como la Diablada, cuyos bailarines
portan caretas de diablos mostrando signos del cristianismo y ritos
ancestrales andinos, simbolizando el bien y el mal. También la
Morenada con los danzantes tiznados de negro, los Caporales
representando al hombre mulato en tiempos coloniales. Es temido por
el pueblo y con un látigo fustiga a los negros que van encadenados y
que producen sonidos armónicos y acompasados con sus cadenas, amén
de otros bailes más. Son fechas donde nuestros hombres de aldea
abandonan sus preocupaciones y disipan sus pocos bolivianos en chicha
–bebida nacional- y bailes continuados.*
Llega
la fecha del 21 de junio, es el día de Año Nuevo aimara, el año
5517 en su calendario. El almanaque aimara tiene trece meses y un
día durante tres años y trece meses y dos días el cuarto año.
Tiwanaku.-
La historia la contempla como una ciudad sagrada indígena de
Sudamérica y con toda probabilidad la más importante. Su historia
es menuda y casi desconocida, se cree que fue la cuna de un imperio
extendido por todo el altiplano. Es en este lugar y en su día 21 de
junio cuando el pueblo realiza ceremonias indígenas, hereditarias,
de un colorido espectacular rememorando un pretérito de un gran
esplendor.
Cuando
los primeros rayos del sol penetran por la puerta del templo
Kalasasaya, el grandioso monolito de “Ponce” es iluminado con
excelsitud y los indígenas andinos de Bolivia y los vecinos chilenos
y peruanos celebran el nacimiento del nuevo año andino, todo ello
embutido en ritos y ofrendas al dios Sol (Inri) y a la Madre Tierra
(Pachamama) a la vez que solicitan sumisamente la fertilidad de sus
tierras y ofrendan el sacrificios de llamas y su sangre se obsequia
al Sol y a la Tierra y otras divinidades de su culto en aval a sus
peticiones de fecundidad tanto de su tierra como de su economía.
Todo ello consiste en una rememoración anual de las antiguas
conmemoraciones del pueblo aimara.
Van
pasando los días, los meses, y aquellos niños de entonces, son
ahora unos adolescentes que han tenido la exigencia de escoger su
vida, unos ayudando a sus padres en la aldea, otros más afortunados
han acudido a la ciudad y han entrado en el instituto. El cambio ha
sido abismal, la adaptación a este novedoso círculo, difícil,
profusas las afrentas, las risas y desprecios por doquier, y han
tenido que sufrir en silencio acre, aislados de los viejos alumnos
por su veteranía y de muchos novatos como ellos pero de “ciudad”,
en tanto eran considerados como humildes campesinos.
Requerían
con urgencia que llegase el fin de semana para retornar a su aldea,
vivir con sus gentes y desahogarse de tanto ultraje y su semblante
reflejaba una impresión de agobio y de algunos se apoderaba el
abatimiento, la depresión. El adiós del lunes por la mañana era un
triste saludo forzado por la necesidad, con el ánimo de todos
deseándoles suerte. Pese a todo, el tiempo fue mejorando el
ambiente, y atrás quedaron las chanzas, las distancias. Comenzaron
los coloquios, la integración en distintos grupos, las amistades,
aunque para ellos era todavía muy cuesta arriba el encajarse en ese
vivir urbano, tan diferente al suyo, evitar vocablos de su lengua que
resultaban jocosos para los otros estudiantes, admitir esa manera de
concebir la existencia. Sus ropas chillonas llamaban la atención,
sus costuras y sus manos aún con callos del campo y del trabajo se
antojaban miembros de ancianos, sus mismos rostros cobrizos y
tostados por el sol a sol y su piel golpeada por los vientos helados
de las montañas les hacían sentirse extraños. Transcurrido algún
tiempo, todos poco a poco fueron reencontrándose, se fueron limando
aquellos contrastes que aun siendo de la misma zona los hacía tan
discordantes y se fueron mezclando entre ellos, y los diálogos,
risas y juegos unieron tanto a mozos como a mozas. Pronto comenzaron
los corrillos y un poco el tirarse los tejos, esa mirada furtiva, esa
sonrisa cómplice, ese roce de manos en el pasillo a la hora de salir
al recreo llegando a entablar un embrión de amistad y un comienzo
de intercambio. Tímidamente primero, luego con más confianza. ¿Cómo
te llamas? ¿De dónde eres? Test inexcusable inaugural para una
acercamiento y quien sabe luego si ello conlleva otro tipo de
relación.
Marianela
era muy hermosa, tenía ahora los diecisiete años cumplidos,
recientes, su talle era alto y bien proporcionado, sus ojos de un
fuliginoso brillante iluminaban un rostro cobrizo suave y su cabello
negro azabache, largo, era ornado de trenzas largas. Su sonrisa
exteriorizaba una hilera perfecta de piezas dentales de un purísimo
marfil a la vez que sus ojos escondían su brillo con sus párpados
casi sintiendo rubor. Su carácter era muy abierto y ello favorecía
mucho que sus relaciones se fueran extendiendo entre los alumnos del
Instituto. Ella y los de su aldea, máxime Darío, constituyeron el
centro de atracción como protagonistas de la historia de las
inundaciones y terremoto de su pueblo. Unos lo consideraban todo un
milagro y todos los imaginaban héroes que habían salido de la nada,
que con nada en sus manos tuvieron que remover metros y metros de
barro, volver a reconstruir sus casas, la escuela, la iglesia,
siendo como eran entonces cuando ocurrió la catástrofe tan niños.
Durante la espera del autobús o carro que los devolviese a sus
aldeas iban formándose grupitos cada vez más reducidos, como una
especie de génesis de amistades.
Darío
comprendió enseguida que Marianela era el centro de muchas miradas y
muchos los muchachotes que se le acercaban y entablaban
conversaciones con ella. Él se sentía un poco dejado de lado.
Entendía que siendo del mismo lugar, que habiendo vivido juntos la
experiencia inenarrable de su salvación en el desastre de pocos
años atrás eran un tanto pertenencia mutua. En su agradecimiento
sincero, creyó que ese instante prodigioso había soldado dos
cuerpos y dos almas que nadie ni nunca sería capaz de separar. Ahora
la comunicación no era tan fluida como en meses anteriores, no
porque hubiera acaecido alguna clase de rifirrafe, nada más lejos,
sino porque esa actitud tan abierta de Marianela era un contraste con
su timidez y su participación en las charlas o en los juegos no se
sentía tan poseedor de ella. Posesión que únicamente había nacido
en su estado de gratitud. No era otra la razón de esa diminuta
distancia que con pausa se iba abriendo en el sentir de Darío.
Las
conversaciones en los asientos del autobús no eran tan prolongadas,
y se reducían a unos nimios monólogos en el transcurso del viaje.
Con un adiós de despedida llegaba cada uno a su casa y se centraba
en hacer los deberes correspondientes. Ambos muchachos eran
inteligentes, trabajadores, conscientes de que eran unos bendecidos
en aquellas tierras y que debían corresponder con sus estudios para
aplicarlos el día de mañana en favor de la comunidad que con todo
su sacrificio hacía posible su situación.
Los
sentimientos de Marianela no eran los mismos de Darío, no concibió
esa fusión de ambos del modelo ideado por Darío. Sintió una enorme
alegría cuando fue ella la que escuchó los tímidos gemidos,
apagados, en la búsqueda tras el terremoto y dio gracias a Dios por
la enorme suerte que había corrido. Notaba el cariño especial del
zagal, pero tampoco es que tuvieran edad de pensar entonces un poco
más allá de sus narices, y su interpretación era la de un gran
agradecimiento, solo eso. Darío sufría en silencio y un conato de
celos fue anidando en su interior.
Un
cierto día, Marianela, lo llamó a parte en un rincón del pueblo y
le comentó que lo veía como muy abatido, triste. Darío, muy
tímido, retraído, se encontró en un gran apuro. Hizo un pequeño
giro escondiendo su cara y encogió los hombros tratando de ocultar
su silencio.
La
chica entendía a la perfección de cuál era el estado de la
situación, y le dijo con toda la sencillez del mundo: “Somos
muchos niños y niñas en el Instituto y debemos convivir unos con
otros. Siempre habrá personas con las que consigas congeniarte más
que con otras o bien incluso llegar a tener una amistad que puede ser
una cosa pasajera o puede llegar más lejos, eso el tiempo lo
decidirá. Si te empecinas en una sola, las posibilidades van a ser
reducidas, míralo desde otra perspectiva porque esa misma puede ser
el paso para una segunda, tercera o varias más. Ahí no se acaba
todo el mundo”.
Darío
le entendía a la perfección pero en su fuero interno existía un
algo congénito que le prohibía, que le impedía soltar amarras y
afrentar la realidad con crudeza. Este estado de ánimo no le ayudaba
en nada. Se encuentra como un naufrago perdido en una isla desierta,
como un Robinson Crusoe. Su aislamiento solo consigue acrecentar su
angustia, y ahondar más en la herida de su tragedia en el terremoto.
Su estado psicológico no ha cicatrizado aún del todo y siente por
las noches pesadillas, descansa mal y eso tiene una repercusión
fuerte en su carácter cada momento más quebradizo. Todo ello le
exige un redoblado esfuerzo en sus tareas de estudiante para no
dejarse acobardar y perder comba en sus cursos. Era una lucha
permanente contra su apatía que pugnaba con denuedo por apoderarse
de su moral.
Acaba
ya el año escolar, su último curso en el instituto y debía ahora
elegir carrera en la Universidad Técnica de Oruro. Dudaba escoger
entre Formación en Derecho Ciencias Políticas y Sociales o
Formación Ciencias de Agricultura. La primera le atraía porque
podía permitirle en el futuro trabajar en mejorar las condiciones
sociales tanto de su pueblo como de otros muchos que estaban en
situaciones similares. Conocía bien las dificultades y trabas
existentes en la vida política, pero tenía ante sí la imagen de su
presidente Morales, también indígena como él y no es que en su
mente tuviera la pretensión de llegar tan alto, pero si bien en otro
puesto más modesto podría ejercer una labor social, sindical o de
índole semejante en bienestar para el pueblo boliviano. La segunda
opción era tal vez más accesible, porque sus conocimientos los
podría poner en acción de inmediato en su aldea y pueblos aledaños,
contribuyendo con sus nociones a mejorar el trabajo de sus vecinos,
conseguir mejores cosechas, fundar cooperativas y otras alternativas
que dieran un rendimiento superior y con ello un mayor progreso en el
ámbito rural. Pensaba sin cesar que ahora, en una ciudad más
grande, quizás en aulas diferentes, la distancia con respecto a
Marianela se ampliara. No se atrevió a preguntarle cual había sido
su elección, solo le cabía la esperanza que fuera la misma que la
suya. Quiso hacer tiempo hasta última hora. Cuando conoció la
alternativa de Marianela, se dio cuenta que la suerte estaba echada.
Irían por caminos distintos. Él tomaría el camino de la política
mientras para ella su elección era la Formación de ciencias de la
Salud.
En
vacaciones optó por quedarse en su pueblo ayudando a sus padres y
aprender algo de cultura popular de sus mayores en conversaciones
tranquilas a la sombra del árbol de la placeta. Conocer costumbres
ignotas para él, pasado y presente de sus vecinos. Tomó unos libros
de historia de su país de la biblioteca de la Universidad y se los
empapó con apresura. Varias noches solicitó del anciano mayor que
le contase leyendas sobre su pueblo, su cultura antigua, sus dioses.
Se entera de las diversas rebeliones contra la corona de España, de
los pasos que se habían de dar en la ciudad de Oruro en febrero de
1825 y que por ciertos motivos que adujeron determinados
representantes de Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz privaron a su
ciudad del honor y gloria de que en su tierra se hubiera fundado su
patria, entonces Bolívar. Conoció las riquezas mineras de que
estaba dotado su territorio. Escuchó por boca del anciano Felipe en
noches plácidas antes del anochecer, aún no había llegado la
electricidad a la aldea y solo las velas de sebo rompían la negrura
de la noche, impregnando de un humo denso el ambiente, la mitología
de su país.
Era
noche de luna llena, todo el misterio que envuelve estas tinieblas,
tal vez hasta las estrellas tienen conciencia de las leyendas de
hombres lobos y alimañas que rodea a nuestro satélite, de ahí que
se oculten temerosas de ser engullidas por alguno de estos seres
estrambóticos. La luna colma de luminosidad el cielo, se apodera de
él, como reina y señora. Se sentía uno a gusto, con una
temperatura agradable y sin la penuria de luz que producían las
velas de sebo, sentado sobre una piedra bajo el frondoso árbol de la
plazuela. Allí, Felipe, también reposado, mascando unas hojas de
coca y con su cachaba apoyada en un ezpondón oteaba el cielo como un
novel muchacho y se encaprichaba de la luna. Con su voz suave, casi
imperceptible, iba narrando con parsimonia natural: “En las dunas
de arena bermellón acostadas en la planicie, guardianas de la
ciudad de Oruro, producto del encantamiento de millones de hormigas
formando un ejército invasor, una mesnada exterminadora,
confabuladas con el Sapo y la Víbora, cuyo fin único era,
obedeciendo las órdenes de Huari, la destrucción absoluta de los
Urus, los pobladores aborígenes de esta región. La lucha fue
encarnizada y las huestes Urus eran ridículas en número frente a
los enemigos. Acudieron a sus dioses Inri y Pacha-bamba en busca de
protección. Es en este momento cuando la intervención con su poder
celestial, una Ñusta o princesa inca rindió a las huestes enemigas
en feroz combate convirtiéndolas en granos de arena. Puedes
imaginarte la cantidad ingente de hormigas guerreras que pelearon en
aquella batalla campal”.
Por
la mente de Darío pasó un escena dantesca, se encontraba rodeado de
miles, de millones de hormigas enormes, con fauces salvajes,
avanzando como un ejército exterminador, implacables y él y otros
muchos acobardados, presos de un temor infinito, reculando sin
dirección fija, solo con un clamor en su boca pidiendo el auxilio
divino para escapar de semejante estado de sitio. Sentía escalofríos
en su cuerpo, casi terror.
Felipe
volvió a masticar una hoja de coca y le extendió otra a Darío.
Nunca lo había probado, pero si observado que era práctica común
entre los hombres de la aldea. Gracias a ella sobrellevaban con mayor
facilidad las duras tareas diarias. Para él suponía una escusa
perfecta para evadirse de aquella situación desagradable. Ya tenía
cumplidos los diecisiete años y se creyó con potestad para poder
hacer uso de esa hoja. La masticó y sintió un sabor acre en su
paladar, era la primera impresión, las siguientes le dieron una
sensación de vigor.
“La
Víbora, prosiguió nuestro hombre, puede contemplarse sobre las
colinas de las serranías de Oruro, una formación rocosa con
apariencia de una enorme serpiente, revelando los cortes producidos
en su cuerpo con total claridad, y anexa la cabeza escindida de otro
ofidio, todo producto de un rayo arrojado del que se sirvió también
una Ñusta, consiguiendo de este modo una nueva victoria sobre el
temible Huari y salvando así al pueblo Uru.
El
Sapo, si eres observador, cuando vayas a Oruro lo encontrarás el
extremo norte de la ciudad. Solo los sabedores de esta leyenda logran
discernirlo. Muchos dirigirán su mirada pero si son ignorantes de la
mitología no llegarán a descubrirlo por mucho que escudriñen entre
las montañas y rocas del lugar que te indico”.
Le
comentó igualmente de la existencia de “El Cóndor”. Para ello
tendría que trasladarse al sur de la ciudad en la zona que llamaban
“Agua de Castilla”, el comentario general es el poder milagroso
de la zona y es por ello que realizan numerosas romerías al lugar
los primeros viernes del mes y los postreros días del carnaval.
Su
relato se centró en los dioses principales: Inri o dios del sol,
considerado el Creador, era adorado y reverenciado y se acudía a Él
como generador de las cosechas y sanador de enfermedades.
La
Pachamama es la diosa suprema honrada por los pueblos indígenas de
Bolivia, traducido del quechua como “Madre Tierra”. Es
considerada como Madre (Mama) que da la vida, la alimenta y
resguarda. El Ritual a la Pachamama es manifestado con él entierro
de comida cocida, hojas de coca, granos y harina de maíz, cigarros y
chicha para alimentar a la Madre Tierra. Ofrecen un brindis en su
honor al comienzo de reuniones y fiestas y es común que derramen un
poquito de su trago al suelo antes de tomar el resto. También
ofreciendo una mesa (q´owa)
en la que se solicita además de salud, dinero, prosperidad en el
negocio y trabajo. Las celebraciones a la Pachamama incluyen el
respeto por todos los seres vivientes, por cuanto ellos no solamente
son el fruto de Su Creación sino que forman parte de Ella misma.
Darío
estaba embelesado escuchando las palabras del insigne anciano pero la
voz de su madre lo sacó de su ensimismamiento. Se despidió de su
compañero al que acompañó hasta su vivienda y luego tomó
dirección a la suya. Habían quedado para otra ocasión en la que
escucharía de los labios sabios del cano hombrecillo historia de
otros dioses como Inri y Pacha-bamba, Nina-Nina, El Wari y la Ñusta,
un sin número más.
Ya
en su catre, tardó largo tiempo en conciliar el sueño y su mente
fue fraguando un extenso viaje por todos y cada uno de los lugares
que le había señalado el anciano. Quería conocer de primera mano
todas aquellas leyendas, comprender la idiosincrasia de su pueblo,
algo que hasta ahora había pasado desapercibido en su entendimiento.
Entendía que formaban parte de algo intrínseco de la historia de su
país, algo que nunca debía perderse y estaba en sus manos el
mantener toda esta mitología tan majestuosa.
La
oportunidad de seguir conociendo más historia de su tierra se esfumó
muy pronto. A los dos días Felipe se sintió indispuesto y
mansamente cerró para siempre sus ojos, sin que nadie supiera qué
enfermedad maligna fuera la causa del óbito.
Ello
no fue óbice para que su curiosidad se quebrara. Preguntó a su
madre y a su padre y ambos quitándose tiempo de sus quehaceres
intentaron satisfacer la avidez de saber de su hijo. Le comentaron
que la Nina-Nina venía a ser casi idéntica historia que la del Uru-
Uru, solo reemplazaban el nombre de los personajes. Sobre el Wari y
la Ñusta relataron que Wari era un dios andino identificado con el
fuego de los volcanes. Su hábitat era la cordillera de los Andes y
que se encontró con que los Urus, sus creyentes, adoraban a otro
dios distinto: Pachacamat, diosa benefactora asimilada a Inri y sus
celos le hacen imaginar la luz solar con el fuego de los volcanes. En
todo este transcurso se enamora de Aurora, hija del Sol, pero esta lo
rechaza. Ello provoca la ira e indignación de Wari hasta el punto
que toma la decisión vengativa de matar a todos los Urus. Ordena a
tal fin desde el sur a una serpiente que actúe para ver cumplido su
deseo de represalia. Este reptil es encontrado y decapitado por una
hermosa Ñusta antes de que pudiera llevar a cabo su misión
devastadora, convirtiéndola en roca. Su anhelo de resarcimiento va
en aumento ante semejante desliz y decide que sea un sapo deforme que
parta del norte quien se encargue de tal menester, pero de nuevo la
Ñusta lo convierte en roca matándolo con una honda. Su enojo y su
ira ciegan su mente y el legado es ahora un lagarto que la Ñusta
decapita con su espada reluciente. La sangre que mana abundante de
sus fauces provoca la laguna de Calacala y su garganta vomita miles
de hormigas que en esta lucha sin cuartel serán convertidas en
dunas. La Ñusta da por finalizada su labor con la colocación de una
cruz en la cabeza del ofidio. Solo entonces Wari se da por vencido y
vuelve a las profundidades de las montañas y manifiesta su ira
cuando escupe fuego, piedras y cenizas en su postrero intento de
rivalizar con el sol, dando origen a los grandes y feroces volcanes.
La
Ñusta con el tiempo va adquiriendo admiración e imagen de la Virgen
del Socavón a la vez que las deidades creadas por Wari para
destrucción de los Urus reciben homenajes como las divinidades
ancestrales. Wari, asimilado al diablo, apodado por el pueblo como
“Tío” en relación a Pachabamba es adorado y venerado por los
mineros, de igual manera que temido por los mismos. Es el dueño del
mundo subterráneo y a quien se le pide ayuda y protección.
Se
leyó detenidamente la Biblia para poder entender mejor el desinterés
de ese hombre blanco, delgado, alto y encogido por el peso y el paso
de los años y los trabajos impagados en su vida. Era para él otro
modelo de vida, en un principio sin una lógica perceptible, pero que
luego comprobó que podía ser una buena directriz para los estudios
que había decido seguir. No, no lo entendía como político, pero si
el mensaje y la entrega incondicional a sus semejantes sin esperar a
cambio nada material, tangible, solo el cariño de unas pobres
personas que en muchos casos dependían de su trabajo desinteresado.
Sabía que se encontraba en mal estado de salud y que eran pocas las
posibilidades de salir adelante. Su cuerpo no aguantaba más la ardua
tarea que llevaba a cabo. Le daba verdadera pena, a la vez que
impotencia, porque nadie en el mundo fuera capaz de alargar hasta el
infinito la vida de un ser tan indispensable, tan imprescindible en
la vida de los seres humanos. Hay personas que tienen derecho a ser
eternos en esta tierra. Disfrutar de impunidad ante la muerte. Anotó
muchas de sus frases escuchadas en las pláticas que oía. Quiso
condensar como un gran tesoro, como esencia en frasco pequeño capaz
de colmar de felicidad, de paz, de justicia, de un mundo interior
juicioso, al orbe entero. Así transcurrieron sus vacaciones, entre
el trabajo, la lectura, también en contertulias con sus compañeros
de juegos.
**************************************
Marianela
en tanto, tenía programado sus vacaciones con su amigo Roberto. Su
amistad se había consolidado, y el lazo de afecto era sincero y con
visos de futuro. Decidieron después de efectuar una visita cada uno
a sus parientes, confeccionar una pequeña tournée por los
alrededores de la que pronto sería su nueva residencia. Realizarían
una visita al lago Poopo y su isla de Panza donde podrían dedicarse
a la pesca, arte que era desconocida en su tierra y probar pescado,
un bocado que nunca antes habían paladeado. Otra de las visitas la
realizarían a la cuenca minera de Huamani con sus enormes minas de
estaño. Punto de detención sería el lago Uru-Uru. Se forma por el
desbordamiento del río Desaguadero y en su misma orilla se encuentra
la ciudad de Oruro. Allí pescarían el pejerrey y observarían
arrebatados cantidades ingentes de aves autóctonas. Una novedad en
sus vidas se realizaría en Capachos y Obrajes donde gozarían de las
aguas termales de dichos balnearios, comprobar con sus ojos aquellos
edificios magníficos, disfrutar de abundante agua caliente, cosa
nunca experimentada en sus lugares de origen. En su agenda estaba
prevista la ascensión a los volcanes de Coipasa, Sajama, de nieves
perpetuas y señalada con molde de imprenta la visita obligada al
parque natural de Sajama. Pasear por la densa selva de keñuas,
árboles de baja estatura y que según la tradición poblaba todo el
altiplano boliviano antes incluso de la aparición de ser humano,
habitáculo exclusivo para aves como el colibrí y el roedor de
pequeño tamaño, thilanis. Ha sido explotado en exceso para la
construcción de vías férreas y fundiciones. Si el ser humano y las
leyes protectoras de este parque natural no consiguen su objetivo,
quizás fuera la última vez que observaran la vida y comportamiento
del sari o ñandú en peligro de extinción por su caza
indiscriminada como explotación de su plumaje que se dedica a la
exportación y el uso de sus cueros, otros animales como la vicuña
muy controlada por los lugareños que aprovechan su fibra de gran
valor para su venta, el quirquincho, el zorro andino, el titi o gato
andino, el puma… Admirar la belleza de sus géiseres y sentir sus
rostros húmedos por el vapor que despiden a chorro y que es
diseminado en diminutas gotas por el frío aire que reina a esas
alturas.
Probaron
por primera vez el charketan, plato ancestral de la cultura Uru, a
base de freír carne deshidratada de llama acompañado de mote (maíz
cocido durante dos horas) de huevos duros y salsa boliviana (Llajwa)
picante compuesta de tomate y locoto. Aunque tuvieron que reprimir la
primera impresión a la vista y un poco de asco, una vez consumido el
plato de “rostro asado” orureño, luego lo consideraron toda una
exquisitez. Es un plato compuesto por la cabeza de una oveja sin
quitarle la piel, cocido en el horno y de guarnición pan y la ya
conocida salsa Llajwa. Es una escudilla bien para cena o desayuno.
Cada experiencia era novedosa, y sorprendente. Algún día volvían
rendidos al albergue después de una jornada de trekking, montando en
bicicletas de montainbike y recorriendo distintos senderos con muchas
posibilidades de realizarlo en el parque de Sajama al igual que
climbing o escalada en el mismo parque.
Si
sus perspectivas eran esperanzadoras, la realidad las transformó en
nimias. Volvieron poseídos por esa magia del altiplano, el encanto
de sus gentes, la grandeza de las montañas y glaciares, los lagos
etc.
La
ciudad de Oruro apenas si la visitaron porque creyeron oportuno dejar
la labor para cuando estuvieran estudiando en ella, y aprovechar así
los días de asueto y ratos libres que les obsequiaran sus estudios.
En paseos cómplices. Regresaron a sus aldeas con su mochila repleta
de emociones, de excitaciones difíciles de exponer. Descubridores de
un nuevo mundo, unos colones insólitos.
Marianela,
a su arribo al pueblo fue recibida con una gran algarabía por toda
la chiquillada. Darío procuró no ser visto. Su mente, durante su
ausencia, había dedicado largos momentos a su recuerdo, lleno de
nostalgia un mucho de celosa. Poco a poco iba concienciándose de la
utopía de sus sentimientos hacia la muchacha, pero le resultaba del
todo punto imposible desterrarla de sus abstracciones. De inmediato
se formó un corro en torno a ella, y quedaron boquiabiertos con sus
relatos, tan extraños para ellos. Cosas y sucedidos ordinarios para
tanta gente y espectaculares para todos sus vecinos. Les narró su
primera experiencia como pescadora y cuál fue su alegría y regocijo
tan grande cuando picó en su anzuelo un pequeño pez –pejerrey-,
hasta tal punto que sus saltos de satisfacción y los movimientos
bruscos con la caña de pescar consiguió que el pececito lograse
desengancharse del pequeño anzuelo y se escabulló raudo como un
rayo en las aguas del pantano. No sintió duelo ante esta pérdida y
lo fue siguiendo con la mirada hasta que despareció de su vista.
Ella y Roberto consiguieron pescar otros pescados y más tarde en un
pequeño descampado los asaron al fuego de unas ramas y lo degustaron
con fruición. Era la primera vez que probaban semejante bocado y les
supo a gloria. Pensó que cuando estuvieran en la capital, en alguna
situación, desocupados, acudirían de nuevo al lago y si conseguían
algo de pesca volver a comer semejante manjar. Su monólogo
entusiasta encandilaba a sus oyentes. Sus contertulios no podían
imaginar cómo serían esos baños termales con agua caliente emanada
de la tierra y de las rocas, cuando ellos raramente se bañaban y lo
hacían con agua fría y unas buenas friegas posteriores para volver
a entrar en calor y colocarse con rapidez sus ropas evitando así las
tiritonas que les producía la ducha. El relato sobre animales
ignotos para ellos les hacía imaginárselos como seres casi
semidioses y en sus mentes se arremolinaban infinidad de ideas y
deseos de conocer semejantes maravillas. Preguntaban por el canto del
colibrí y su contestación les hacia concebir una orquesta
mayestática de cientos de estas aves.
La
atosigaron a preguntas, hablaban todos a la vez, los más pequeños
le estiraban de sus ropas, ahora más modernas y llamativas, para
requerir su atención. En el fondo sentían una envidia celada.
Darío
hubiera querido contrarrestar tanta admiración contándoles cuantas
cosas había aprendido del anciano Felipe, descubrirles la historia
de su pueblo, la tradición de sus dioses, pero su retraimiento lo
impidió. Se dio cuenta que eran más los celos o la envidia que
sentía lo que le empujaba a aquel deseo.
Los
últimos días a todos los muchachos se les hicieron extremadamente
cortos, el tiempo se precipitaba sobre ellos y cundía el desconsuelo
del fin de un albedrío que de nuevo sería constreñido a unas
reglas más estrictas, el retorno a las clases, el ir y venir diario
en el viejo cachivache que realizaba labores de autobús. Los
exámenes, las notas, los deberes…
El
primer día de curso, el campus universitario de Oruro era un
hervidero de muchachos y muchachas alegres y bulliciosas, un continuo
ir y venir de gente joven con sus libros, consultando horarios y
aulas donde debían acudir, presentaciones y charlas animadas. Con
Darío y Marianela habían llegado otros tres muchachos, solo uno de
ellos acudiría a la misma clase que Darío. Hicieron un pequeño
corro sorprendidos por aquella escena de gente llegada de diversos
pueblos. Pronto entablaron conversación con ellos y fueron tomando
confianza. Comentaron la novedad y se interesaron con los veteranos
de la vida, costumbres, sistema de vida. Llegó el momento en que
tuvieron que dividirse según el aula que les correspondía. Se
saludaron cordialmente y con un hasta luego acudieron a su lugar de
estudio. Resultó un día entretenido con las diferentes
presentaciones, los nuevos profesores, los libros nuevos, las
materias, muchas desconocidas para ellos. Todo era una novedad. La
mañana transcurrió con un pasmosa rapidez y al medio día de nuevo
retomaron el grupo y juntos fueron a comer a la cafetería de la
Universidad. El grupo había aumentado con algunos otros miembros de
las diversas clases. La comida fue muy amena y animada. Cada cual
narraba cosas de su población, de su familia, respondían sin reparo
a la curiosidad de sus contertulios y realizaban a su vez preguntas
similares a los que a partir de ahora iban a ser compañeros de
estudios. La tarde sería de asueto y aprovecharían para colocar sus
cosas en las habitaciones de la residencia. Compartirían habitación
con muchachos o muchachas de diferentes localidades. Salieron a dar
una vuelta por las calles de la capital, inmensa, comparada con sus
diminutos pueblos. Los más veteranos o los nativos de Oruro hacían
las labores de cicerones.
Darío
procuraba casi todo el tiempo estar lo más próximo posible al lado
de Marianela. Esta se percataba de ello y procuraba no hacerle ningún
feo, pero se dio cuenta de que tendría que hablar en serio con el
muchacho sobre cual era ahora su situación. Sentía mucha simpatía
por Darío y creía que resultaría harto difícil la conversación
pero no quedaba más remedio que tomar el toro por los cuernos. En un
pequeño apartado en el tiempo, Marianela se dirigió al muchacho y
le dijo: “Darío, me encantaría que esta tarde-noche tuvieras un
momento para que hablásemos tranquilamente”
.-
Cuando tú quieras.
.-
De acuerdo, bajaremos a un bar y mientras tomamos un refresco me
cuentas lo que te apetezca.
.-
Vale, en eso quedamos.
Darío
estaba un tanto inquieto y apenas si probó bocado. Sus compañeros
de comedor inquirieron el motivo de su inapetencia y este les
contestó con evasivas.
Terminado
el ágape salió disparado a la calle y se dirigió al bar de la
cita. Marianela tardó unos minutos en aparecer en el local.
.-
Buenas noches.
.-
Muy buenas. ¿Qué quieres beber?
.-
Que sea una naranjada.
.-
Camarero, por favor una naranjada y una cerveza. Bien, tú dirás.
.-
Mira Darío, no quiero que te hagas falsa ilusiones. Somos amigos,
compañeros, del mismo pueblo, pero sabes que tengo novio. Vamos en
serio. Ello no quita para que sigamos teniendo una buena relación
pero ahora cada uno debe hacer su vida por separado. Lo digo porque
he visto que esta mañana no te apartabas de mi lado un solo instante
y se me hacía violenta esa situación.
.-
Te comprendo, pero no existía ninguna malicia ni intención en ello,
era simple inercia. Tendré más prudencia en ocasiones venideras.
.-
No quiero que te lo tomes a mal.
.-
Ni mucho menos, Marianela.
La
conversación transcurrió por derroteros más triviales, comentado
las impresiones del día, los nuevos compañeros de clase y de
residencia. Pasada la media hora de tertulia ambos se levantaron de
la mesa y se despidieron con un beso en la mejilla.
En
su habitación, cubierto hasta la coronilla con sus sábanas, Darío
rumiaba preocupado la conversación con su amiga. No era capaz de
comprender, mejor, de asumir la realidad, dura para él. Quería
hacerse a la idea de que aquella situación era pasajera y que más
bien pronto que tarde las aguas volverían a su cauce.
Los
primeros días, pasado el trance de ir asimilando la nueva situación,
tomaron un aspecto de seriedad, los nuevos conceptos, la novedosa
metodología, los profesores desconocidos, los compañeros
diferentes, impregnaron el ambiente de cierta incomodidad, pero el
tiempo fue devolviendo la normalidad.
Cada
quincena volvían al pueblo y eran recibidos como personajes
relevantes, acosados a preguntas, acariciados por sus progenitores y
hermanos. Eran la primera generación que acudía a la universidad y
ello era un acaecimiento inusual y novedoso.
La
curiosidad de sus vecinos incidía muchas veces en conocer cómo era
la vida en la ciudad, las amistades, los ancianos con un tanto de
picardía reincidían en cuestiones de amoríos.
.-
Seguro que alguno de vosotros o tú Marianela ya habréis echado el
ojo a alguna muchacha o muchacho. Todos negaban con prontitud,
también Marianela que sentía que los colores asomaban en sus
mejillas. Darío la miraba de reojo y sentía palpitaciones en su
alma, deseando que aquella negación fuera cierta. La muchacha se
encontraba muchas veces violenta en situación semejante y se
levantaba del corrillo alegando que debía preparar algún estudio
para el lunes siguiente. Darío la seguía con la vista hasta que
ella se escondía en su casa. Con la salida de la luna todos
marchaban a sus domicilios. Los mayores apuraban los últimos tragos
de chicha.
Marianela
se percataba de la angustia de Darío e intentaba por todos los
medios buscar una solución a este problema que se iba alagando en
exceso. Cierto día y sacando como escusa una visita al lago Poopo y
teniendo como programa el pasar un buen día de campo, pescando y
paseando en barca hasta alcanzar la isla de Panza, invitó a Darío y
a los otros muchachos de la aldea a que participasen es aquella
jornada. Todos acogieron la idea de buen agrado, también nuestro
joven. Lo que para ellos era una simple jornada de asueto, la
muchacha quería apostar por Angelina, una amiga suya a la que había
hablado de su vecino de aldea y le prometió que se lo presentaría.
El
sábado a la mañana con varios coches se acercaron a la orilla del
lago e intentaron con mayor o menor fortuna pescar algunos
pececillos. Marianela no tuvo suerte esta vez. Reunieron toda la
pesca y sobre unas pequeñas brasas asaron el pescado. Aprovechó un
momento y reunió a Darío y Angelina.
.-
Darío, te presento a Angelina.-
.-
Tanto gusto. ¿Estudias en la Universidad?
.-
Si, estoy en la misma clase que tu amiga.
.-
Y ¿qué te parece?
.-
Veras, al principio es un poco duro, todo es nuevo, los profesores,
los compañeros, las asignaturas, el ambiente. Cuesta integrarse en
este ambiente, pero cuando se consigue todo parece que marcha sobre
ruedas. Tú, ¿Cómo lo llevas?
.-
Me está costando más de lo que pensaba, pero espero no tardar mucho
en conseguirlo. Estamos en ello.
Marianela
se excusó hábilmente para dejarlos solos. Ambos estuvieron hablando
largo y tendido de cosas en principio fútiles, pero al tiempo fueron
inquiriendo detalles de su edad, de su origen, familia.
Darío
estaba contento, sin apenas darse cuenta había dejado atrás su
frustración por Marianela. Ambos quedaron para verse entre semana.
A
su regreso a la residencia, le faltó tiempo para comunicarles a sus
compañeros la nueva noticia. Ellos lo tomaron con alegría, máxime
porque vieron que su estado de ánimo había dejado paso a un chaval
abierto, dicharachero y alegre. Salieron a tomar unas cervezas y todo
fueron parabienes.
Marianela
recibió con gozo las buenas nuevas de su amiga y compañera, deseosa
que esta nueva ruta constituyera una solución al problema que había
estado agobiándole hasta el día de hoy.
Angelina
era una muchacha muy extrovertida, que parecía tener muy claras las
ideas, sobre la vida, su futuro, lo que quería. Su visión se salía
de los límites un tanto circunspectos de su compañero. Era más
universal, más lanzada. Cuando hablaba de sus planes su conversación
resultaba explosiva, casi utópica a los oídos de sus oyentes.
Irradiaba pasión, entusiasmo juvenil, ganas de vivir contagiosa. Sus
ojos parecían que estuvieran siempre vagabundos en mundos
esotéricos, hablaba con fruición, aprisa, como quien teme no tener
tiempo suficiente para la exposición de su teorema ante el jurado.
Muy aplicada en todo aquello en que ponía su afán. Consecuente y
testaruda en lograr sus propósitos.
A
Darío, le encantaba la manera tan vivaz de su expresión. La
encontraba llena de vida aunque tal vez chocaba un poco debido al
carácter suyo, más introvertido, pese a que iba superando ese
hándicap, un poco más circunspecto al círculo local, sin esas
miras un tanto lejanas.
El
muchacho aprovechaba algunos fines de semana que no acudía al pueblo
poniendo como escusa exámenes, deberes, cualquier escusa se le
antojaba buena para recorrer con Angelina los distintos puntos que
Felipe le había narrado en las noches de luna llena. Le fue
describiendo cada una de las leyendas aprendidas, y trataron de
encontrar el sapo, la serpiente, el Cóndor, como noveles
exploradores de una mitología fantástica.
Darío
se hizo un estudioso de la mitología de Bolivia, de sus costumbres,
su folclore. Devoraba con deleite cuántos libros podía conseguir
sobre estos temas, hasta llegar a convertirse en un verdadero
experto. En muchas ocasiones sus compañeros de universidad le
instaban a que les expusiera sus conocimientos sobre estas teorías.
En su mente ya rondaba la idea de que esta materia fuera la tesis de
su fin de carrera y ya desde ahora iba recogiendo noticias, citas,
prensa e infinidad de datos que recopilaba en su ordenador a tal fin.
¿Te
parece bien que vayamos un fin de semana a mi aldea? Es muy pobre,
pero muy bonita, con unos montes maravillosos y grandes, con un río
pequeño pero de agua clara y fría, verás a los animales correr
libres por los campos y conocerás a gente sencilla pero muy buena.
No
hace falta que me pongas sobre aviso, yo también provengo de una
familia humilde y de un pueblo pequeño. Seguro que me agradará
conocer tu aldea y a tu gente.
El
zagal apareció en la aldea, ufano, muy ilusionado. Le presentó a su
familia, departieron amigablemente con la gente del lugar,
disfrutaron con la presencia de Marianela. El fin de semana se les
antojó corto pero fue intenso.
Otro
día iremos a casa de mis padres, propuso Angelina.
Marianela
estaba encantada de ver por fin a Darío exultante de felicidad.
Los
demás chicos y chicas de pueblo sentían una cierta envidia, muchos
de ellos sabían que no tendrían nunca oportunidad semejante de
vivir una experiencia parecida.
El
tiempo en Oruro fue transcurriendo con normalidad, todo parecía ir
viento en popa. Ahora eran más espaciados los encuentros con
Marianela, las dos vidas corrían por caminos distintos sin que
quiera decir ello que las relaciones se hubieran deteriorado, pero
eran un respiro para la muchacha.
Las
visitas de Darío a su pueblo se dilataban en el tiempo pero fueron
tomadas con toda normalidad en la aldea sabedores de los nuevos
derroteros del muchacho.
Habían
transcurridos dos años más de universidad y estos cumplidos tan
prorrogados comenzaron a preocupar a su familia. Consultaron con
Marianela y esta apenas si pudo darles nimias referencias sobre la
vida del zagal en la ciudad. La muchacha prometió que tomaría
contacto con Darío para traerles nuevas a sus familiares.
Para
Marianela fue una gran sorpresa cuando se interesó por Darío, sus
compañeros de clases apenas si pudieron darle alguna referencia de
su vida. Le comentaron que lo observaban distraído, desorientado en
sus estudios, dejado en sus quehaceres, abandonado en su vestir.
Todas estas noticias le inquietaron mucho y procuro encontrarse con
su conciudadano y cuál fue su sorpresa al encontrarlo desaliñado,
mal vestido y sucio en su porte, algo muy inusual en él.
Darío
trató de esquivarla, pero el tesón de la muchacha le obligó a
quedar citados en una cafetería próxima a la universidad. Sintió
en gran desasosiego al encontrarlo en tal estado y comprendió que
todo se había ido al garete. Conoció de sus propios labios que las
relaciones con Angelina no habían tenido continuación, que eran
varios meses que habían roto las relaciones y que ello le afectó en
gran manera, le habían sumido en una gran depresión a la que no
supo dar cara, que sus estudios eran un continuado fracaso, que
abandonó la asistencia a las clases, solo de muy en cuando asistía
a las aulas, que frecuentaba compañías nada buenas, que era
habitual pasar noches de juerga, borracho, también inmersos en
círculos donde la droga era uso corriente. Estaba avergonzado y ello
le impedía presentarse ante su gente en el pueblo.
La
impresión que tuvo fue decepcionante y la preocupación se apoderó
de ella, al fin y al cabo eran compañeros de universidad, vivían en
el mismo pueblo, se conocían de siempre y le producía desasosiego
tener que comunicar tan malas noticias a los padres de Darío, a los
vecinos en general que verían frustradas todas las ilusiones
depositadas en él.
Habló
con su compañero y decidieron poner cuanto estuviera de su parte
para tratar de reconducir la vida del muchacho. Intentaron ponerse en
contacto y salir algunas tardes y fines de semana pero él trataba de
esquivar las citaciones.
Marianela
buscó al padre José, el misionero que acudía a su aldea y le
relató la situación. El buen hombre sintió una gran angustia
porque apreciaba a Darío y a sus familiares. Procuró una audiencia
con su tutor y encontró en él idéntica preocupación que en la
muchacha. Le comentó que estaban a punto de expulsarlo de la
universidad por sus continuas faltas de asistencia a las clases, por
su nula implicación en las asignaturas, en fin porque consideraban
que era una pérdida de tiempo. El panorama que le presentó era
desolador. Solicitó una prórroga de tiempo para ver si podía poner
remedio a semejante estado de cosas. El tutor le respondió que así
lo haría pero que no podía pasar de este curso. Que serían los
exámenes finales los que decidirían definitivamente. Le animó con
sinceridad y le deseó la mayor de las suertes en semejante tarea que
consideraba muy difícil.
El
buen hombre contactó con sus compañeros de clase y comprobó que ya
no estaba internado en la residencia de estudiantes, que ahora
transitaba sin rumbo por las calles, que desconocían cual era su
domicilio, que habían perdido completamente el contacto con Darío.
No
era el misionero hombre proclive al desanimo y recorrió todas las
calles de Oruro a su encuentro y la suerte se alió con él y en uno
de los jardines lo encontró en compañía de unos mozalbetes sentado
en un banco con unos botellones de cerveza y apurando unos pitillos
que supuso enseguida de que se trataban.
El
rostro del muchacho se trocó en una mueca de sorpresa. Sintió un
rubor que le quemaba las mejillas, arrojó el cigarro lejos de sí y
se acercó al sacerdote como un humilde cordero, como quien ve
reflejadas sus faltas en una gran pizarra. Accedió a la invitación
del padre y se sentaron en la terraza de un bar. Cabizbajo, sumiso,
fue contestando a las preguntas del misionero, escuchó humilde los
consejos que amorosos salían de la boca del padre. Hizo promesas de
regeneración y apalabraron visitas semanales.
El
Misionero le aconsejó que abandonara las actuales compañías, que
procurara si fuera posible retomar las relaciones con Angelina, que
cambiara de amistades, que se apoyara en Marianela.
Darío
asintió.
Acudió
a las primeras citas, bien arreglado, con otro talante, pero el padre
conocía por otros conductos que solo era un paripé y se lo echó en
cara. Le instó que acudiera a su iglesia algunos días para tener un
contacto más seguido. Todo ello quedó en agua de borrajas. Volvió
a comentar todo con el tutor y se dio cuenta perfecta de que no había
conseguido enderezar el sendero del muchacho, que las probabilidades
de que prosiguiera sus estudios en la universidad se habían
extinguido por completo. No le quedaba más remedio que multiplicar
sus oraciones y continuar sin denuedo su esfuerzo.
Cuando
acudió a su aldea, en un apartado les comunicó con serenidad a sus
padres la situación de Darío. Les transmitió todo el consuelo que
pudo, los consoló en su angustia y en su fuero interno celebró
aquella misa como ofrenda al Eterno para la salvación del joven.
Aquellas
vacaciones fueron distintas, atormentadas para sus familiares, Darío
no acudió al pueblo, sus padres no tuvieron noticias de su paradero.
Apalearon a dar contestaciones esquivas a los convecinos, con
mentiras piadosas. Recorrieron la ciudad de punta a cabo, consultaron
con varios estudiantes, en la policía, pero sus pesquisas fueron
vanas, era como si se hubiese esfumado.
Al
cabo de unos meses se presentó en el pueblo un funcionario para
comunicarles que su hijo estaba retenido en una comisaria acusado de
un robo. El disgusto fue mayúsculo. Acudieron en el mismo coche del
comisario y lo encontraron en un pequeño calabozo, desaliñado, con
las facciones de su rostro maltrechas, con ojeras. No pudieron
contener sus lágrimas.
Darío
los recibió con cierta altanería, en plan defensivo, les conminó a
que no tuvieran compasión de su estado, espetándoles su mayoría
de edad, a que era él quien había escogido este tipo de vida, que
nunca más regresaría a su aldea, que se olvidaran de él. Ni
siquiera tuvo el detalle de agradecerles el pago de la multa que con
gran sacrificio habían satisfecho. Salieron de la comisaria y ya en
la calle el muchacho tomo el sentido contrario a sus padres. Se había
roto el lazo familiar.
En
el pueblo la noticia cayó como una bomba. Nadie daba crédito al
relato de sus padres. Para todos era incomprensible la actitud de
Darío. Trataron por todos los medios de consolar a sus padres, de
ayudarles en las tareas de recogida del cereal, de hacerles más
liviana la situación.
Marianela,
de regreso a sus estudios, era ya el último curso, de nuevo tuvo que
sufrir el acoso de Darío, que se presentaba en el campus y trataba
por todos los medios de contactar con ella, muchas veces en estado
etílico, fumado. Ella y su novio tuvieron que cambiar de costumbres,
de lugares de alterne para esquivarlo. Evitaban todo contacto con él
para no verse inmersos en situaciones comprometidas, para no tener
escenarios hostiles que comprometieran a Roberto que debía hacer
esfuerzos ímprobos para contener su enojo. En varias ocasiones
estuvo Roberto por llamar a la policía y solo la insistencia de
Marianela consiguió impedirlo.
Solo
en una ocasión. Darío apareció por la aldea, altivo, desafiante y
una vez en su casa, conminó a sus padres a que les dieran dinero.
Ellos se negaron rotundamente, primero porque no lo poseían y el
poco que tenían era menester para atender a sus hermanos y las
necesidades de la hacienda. La rabia se apoderó del muchacho e
intentó agredir a su madre. Sus hermanos y su padre se interpusieron
e impidieron tal acto. Se marchó profiriendo maldiciones y amenazas
inconfesables contra todos sus vecinos.
La
vida fue transcurriendo con total normalidad entre el vecindario.
Todo había quedado en el olvido.
Marianela
había contraído matrimonio con Roberto y se trasladaron a vivir a
Oruro. Había conseguido un puesto de enfermera en un ambulatorio y
su marido también trabajaba. Tenía la oportunidad ahora de enviar
algunos bolivianos a sus padres a los que siempre estaba muy
agradecida. Cuando acudía al pueblo, se pasaba por casa de Darío y
casi a hurtadillas depositaba algunos cuartos en la mano callosa de
la madre, que los acogía con cierto sonrojo, con un infinito
agradecimiento. Nada comentaban de hechos pasados. Era lo mejor para
todos.
Quiso
la tragedia cruzarse en la vida del matrimonio. Roberto tuvo un serio
accidente de tráfico y tras varios días en cuidados intensivos
falleció. Ello supuso un fuerte golpe moral para Marianela. Se
truncaba de manera fatal todo un maravilloso porvenir. Tardó mucho
tiempo en recuperar su estado de ánimo, pero era una mujer fuerte,
que había acuñado en su espíritu la entereza de carácter de sus
antepasados, las virtudes del trabajo, de la esperanza, y todo ello
contribuyo a que su ánimo no decayera nunca, a sobreponerse de las
circunstancias más adversas.
Tuvo
ocasión de atender a Darío en su consulta por las heridas recibidas
en una reyerta. Le era casi desconocido, demacrado, de extrema
delgadez, mugriento, su cara era un espectro, sus ojos hundidos, sus
brazos marcados por los pinchazos de la droga, su habla, pastosa.
Darío
conocía la desdicha de la doctora y osó proponerle relaciones.
Marianela
trató de convencerle de ello era imposible. Los años no habían
transcurrido en balde, las circunstancias eran muy diferentes, las
distancias emocionales infinitas.
No
agradaron estas manifestaciones a Darío y sus ojos se llenaron de un
odio infernal, tambaleándose salió de la estancia y su mirada era
un afilado puñal.
Marianela
sintió que el miedo helaba su cuerpo, que este encuentro podría
derivar en otros posteriores, con cualquier escusa, que podrían
volver a repetirse situaciones lejanas en el tiempo, pero que se
reproducían con gran nitidez en este instante.
Muchos
días, a la salida de su trabajo, encontraba a Darío sentado
perezosamente en un banco en el parterre delante de la entrada del
ambulatorio, adormilado. Ella trataba de esquivarlo pero él se
dirigía a ella con grandes gritos, con palabras soeces. A partir de
entonces tuvo que salir del trabajo por una puerta lateral. Entonces
Darío se presentaba en la consulta, obviando las observaciones de
los celadores y debía ser sacado a la fuerza y algunas veces
entregado a la autoridad.
Consideraron
como remedio solicitar traslado a otro centro sanitario para evitar
incidentes análogos. De momento aquella decisión obtuvo el
resultado apetecido.
En
el pueblo se borró su recuerdo, ni si quiera sus hermanos hablaban
de él, también su padre sufría su vergüenza, solo en el corazón
de su madre anidaba el recuerdo de un hijo pródigo, una esperanza de
reencuentro.
Cierto
día, Carlos, uno de los hermanos de Darío, transitando por un
sendero, recogiendo moras e higos chumbos, oteo en el cielo un grupo
de aves carroñeras merodeando la zona. Le extrañó la cantidad de
ellas, porque siempre era normal que algunas revolotearan en busca de
cadáveres de ganados muertos, de pequeños roedores. Cuando llegó a
su domicilio lo comentó con sus padres y hermanos. No le dieron
mayor importancia, pero él decidió investigar por su cuenta. Nadie
en la aldea había echado en falta ningún animal, pero podía
tratarse de algún otro bicho salvaje. La curiosidad del zagal pudo
más que todas las razones. Acudió con el pretexto de recoger más
frutos salvajes y estuvo largo contemplando los movimientos de las
aves. Constató como se lanzaban sobre una zona determinada y de
nuevo emprendían su vuelo. Se acercó con sigilo, temeroso de ser
atacado por los carroñeros y entre la maleza vio una hendidura donde
penetraban las aves. Sintió un olor nauseabundo que inundó su
olfato y tapándose las narices se acercó hasta el borde de la
pequeña sima. Le pareció contemplar en el fondo un bulto que no
supo distinguir su naturaleza, pero reparó que algunas aves portaban
en su pico algo parecido a trozos de ropa. Contó su advertencia en
la placeta del lugar y algunos vecinos convinieron que eran bueno ver
qué era lo que ocurría en aquel terreno.
Salieron
un grupo de cinco vecinos con algunos machetes para limpiar la breña
y algunas escalas por si eran necesarias para acceder al lugar.
Comprobaran que el lugar era el mismo donde hace años y a causa del
terremoto encontraron el cuerpo de Darío. Decidieron descender la
pequeña sima y una vez en el fondo de ella encontraron un cuerpo de
un hombre con sus facciones bastante deterioradas por la labor de las
aves, de tal manera que un primer momento no pudieron discernir de
qué persona pudiera tratarse. Lo alzaron en una parihuela y una vez
arriba observaron con estupor que se trataba del cuerpo inerte de
Darío. Achacaron el accidente a la casualidad, a la mala suerte,
entendiendo que en su regreso a casa, bien la noche, bien la
frondosidad de la maleza le hicieron tropezar y caer en la sima.
Una
vez en el pueblo lo compusieron y llamaron al médico para los
certificados oportunos. Sus hermanos y padres lloraron largamente su
muerte. Todos observaban estupefactos, en silencio sacro. Muchos se
santiguaron y dirigieron una mirada inquisitiva al cielo. Avisaron al
padre misionero.
Cuando
se dispusieron a amortajar el cuerpo, Carlos encontró en un bolsillo
de la roída y maltrecha chaqueta un papel arrugado. Se lo acercó a
uno de los muchachos mayores para que descifrara su contenido. Estaba
escrito en tinta de estilográfica, con caracteres temblorosos, casi
borrados por la humedad.
“La
vida ha sido dura conmigo, pero tuve la oportunidad de mutarla en
mejor para todos, a todos os tengo que pedir perdón por mi desidia.
Hoy es momento en que no veo ningún futuro, entiendo que es el
momento de volver a mis raíces, al lugar de donde nunca me debisteis
haber sacado. Sé que no hay resurrección posible, pero quién sabe
si el buen Dios misericordioso me brinde otra nueva oportunidad, aquí
y en mi primitiva postura fetal”
Se
podía cortar el silencio, denso, largo…
El
padre misionero, en su panegírico recordó las bondades del difunto
y alertó a los asistentes de la fragilidad humana, de los tropiezos
que encontraremos en nuestra existencia, de las picardías y argucias
de las que se valdrá parte de la sociedad para desviarnos del camino
recto.
“No
nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén”
Fue
un amén sentido.
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