CAMPAÑAS.
Suenan
las campanas en lontananza con un ruido infernal, porque hoy día las
campanas eléctricas ya no bandean con armonía religiosa, hoy
solamente meten un ruido espantoso, chillón que más que llamar a
actos piadosos parecen manejadas por el mismísimo diablo en un
intento desmedido de espantar a los creyentes.
Las
campanas, como todos los instrumentos, poseen su temple, su corazón,
ellas saben trasmitir la alegría de la festividad, la angustia de la
despedida del ser querido, nos avisan raudas del peligro del fuego
que abrasa nuestros campos, nuestras casas, llaman prestas al auzolán
comunitario, cantan alegrías, gimen añoranzas de personas
entrañables, apuran la angustia del peligro, aprestan las manos
callosas y cansinas de nuestros labriegos para la tarea conjunta en
labores desinteresadas. Acompañan las procesiones e incitan a los
hombres y mujeres a acicalarse con las mejores prendas par acudir a
la misa del domingo o día del patrón o patrona del pueblo inundando
con un sonido extraordinario el espíritu de los aldeanos,
contagiando de paz en el atrio apurando el postrero cigarrillo antes
de entrar a los actos religiosos como si de un batzarre se tratase.
La
del reloj con meticulosidad da las horas, las medias, los cuartos,
avisando del descanso a los cansinos campesinos inmersos en sus
labores agrarias, anunciando a los zagales y a las muchachas
adolescentes su retirada de juego y amores velados. Marca el devenir
diario, advierte del despertar madrugador para acudir a las tareas
cotidianas, programa el rezo del ángelus y a la atardecida recoge a
la familia en torno a la etxekoandre para la oración del rosario y
llegada la noche su sonido cansino marca el momento de las últimas
preces antes de acostarse.
Hoy
apenas si nuestras prisas, nuestro estruendo cotidiano dejan escuchar
su sonido ronco, metálico de su bronce añejo tantas veces
martilleado por el badajo, ni nadie posee un instante de paciencia
para ascender al campanario y voltearlas a mano y arrebatar de su
partitura mohosa esas notas que esparcidas al viento inundan campos,
veredas hasta el infinito.
Una
pena.
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