El niño que intentó
convencer a Dios.
Se
encontró envuelto en sudor, apenas sin ropa, sucio pero sintió un
alivio reconfortante. En esos pocos instante que la vida le deja para
el descanso, vencido por la fatiga diaria de caminar de un lado para
otro entre escombros, pendiente siempre del cielo, de escuchar el
ruido impasible de ese moscardón de acero que les acechaba a él y a
su entorno y les regalaba bombones cargados de muerte, escondido
bajo esqueletos de lo que antes fueron casas, sin futuro alguno,
rotos los juegos,
las
ilusiones infantiles, sin encontrar explicaciones a nada de cuanto
acontece a su alrededor, sin referencia alguna de lo que pudiera ser
otra vida dispar, y allí, sentado sobre un mazacote de cemento,
cavilaba sobre los dichos del Imán, parangonando frases y lecturas
de un libro divino, sobre un ser superior al que se le atribuían,
grandes bondades, poderes infinitos, amores a sus hijos eternos,
futuros extraordinarios, vidas posteriores de exquisitez inigualable,
pasó el tiempo ensimismado y a su mente de niño le vinieron
infinidad de preguntas, de porqués.
De
porqué esto ocurre cuando parece que está es su mano poner fin a
tan grandes desgracias, cuando si entre sus facultades está el dar
un giro completo a la existencia que estaban padeciendo, de porqué
eran paganos de “pecados” que ni siquiera habían tenido tiempo
de cometer, de qué futuro les depara cuando no han conocido el amor,
solo el odio, la incomprensión, la muerte. No entiende la palabra
futuro, si no sabe si su vida es un solo segundo más allá de este
presente.
Inquiere
a los mayores el porqué de los porqués y es ninguneado, apartado
del camino como un obstáculo más en las rúas repletas de cascotes.
Y no se cuentan los vivos, porque son más los muertos, las victimas
marcadas para toda una existencia efímera. No escuchan la radio, ni
observan la televisión donde los “grandes hombres”, serios,
conspicuos deliberan sobre este estado de cosas, sin prisas, sin
entender que en esa mesas de despacho, comidas de trabajo le llaman
a veces, en tanto ríen orondos, brindan con caros cavas, degustan
exquisitos vinos, engullen postres delicatessen y enrarecen el
ambiente con humaredas de puros cohíbas,,, palmaditas en la
espalda, en ese entre acto, en tantoa ellos les llueven palomitas de
plomo, granadas de pólvora… Prometen paz que suscriben en folios
emperifollados y envían balas, racimos no de fruta sino de granadas
asesinas.
Firman
a continuación manifiestos con pulso tembloroso por su exceso
etílico, solemnemente. Se fotografían con sonrisas cómplices,
fatuas, forzadas, ridículas, so pretexto de perdurar en un álbum
histórico. Hoy mandan ellos, y si, ese álbum será enseñado como
una prueba de su “buen” hacer, pero el paso del tiempo hará de
él una ignominia para los que ellos denominan sus “protegidos”.
Ihbraim,
cuando despierta de su corto sueño, descansa, descansa porque sigue
creyendo que todo cuando acontece es una pesadilla, no comprende
porque a diario se repite idéntica situación.
Hace
semanas que no tiene posibilidad de consultar estas dudas con su
madre porque una bala se la llevó para siempre. Recuerda: No te
apures niño, dios lo quiere así, pero nos guarda otros momentos
hermosos, donde viviremos felices.
En
su cabeza infantil, aun siendo las palabras tiernas de su madre,
carecían de todo sentido, y sus rezos llevaban consigo un halo de
enojo, de resquemor, incógnitas amargas que ingenuamente osaba con
la candidez de un zagal lanzar osado a su dios.
“No
es justo. Si nos has colocado en este mundo, no es humano que nuestra
existencia sea un continuado dolor, Nos castigas sin haber errado,
sin romper tus preceptos, incluso por gente que habla y obra en tu
nombre. ¿Como apruebas esto?” y una congoja le oprime el pecho
hasta al punto de hacer asomar unas livianas gotitas diamantadas de
sus ojos negro azabache, de iris mate
por
los llantos diarios.
De
nuevo el zumbido ronco de unos motores sonaron y se apoderaron de la
tensa y escasa calma y se desató un caos, atronaron los gritos de
los niños temerosos de perder a sus padres o algún conocido, las
madres llamando a sus críos, los más mayores, imposibilitados
algunos, resignados bajo unos escombros que apenas se mantenían en
pie juntaban sus manos y alzaban sus ojos resignados al cielo en
busca de una ayuda que sabían por experiencia que no les iba a ser
concedida, pero que en su impotencia consistía en la única apuesta
que les restaba.
Viviendo
en estas circunstancias, de nada sirven los relojes, los toques de
campana, las llamadas a la oración. Subsistir sin ningún medio en
su mano, correr, correr a lo loco, sin meta ninguna, sin más
esperanza que la de no ser alcanzado por un misil, de salir ileso,
iluso de hallar en refugio inseguro en un hospital maltrecho, donde
muchos voluntarios se juegan la vida, la suya, con la ilusión de que
su cuerpo, su trabajo trunque en lo posible la masacre “humanitaria”
de quienes se pregonan su amor a la “patria”, algo inmaterial,
obsceno, trampolín de poder, de riqueza, de mafias esclavizantes,
donde cada muerto es un escalón de ascenso al bienestar , a las
prebendas, a las adulaciones serviles de quienes se conforman con muy
poco, con migajas que sobran de mesas y ágapes copiosos al estilo
del rico Epulón.
Ibrahim
reza, reza con amargor infinito, creyendo que su dios, tarde o
temprano, tomará conciencia de cuanto acontece, rodeado en su
deifico trono de inciensos profanos que nublaban su consciencia.
Tenía todo el tiempo del mundo, pero no le parecía suficiente, y
con otros muchachos, con mujeres desgarradas por la desgracia que
elevaban sus esqueléticos brazos al cielo en un intento vano, fútil
de alcanzar una tabla de salvación en las alturas porque ningún
amarre existía para ellas en esta tierra maldita, hollada por
cientos de bombas, tomaban un respiro al cubierto de unos escombros
que podían ser su tumba en cualquier momento, arrodillados, sumisos
ante la impotencia, como quien toma cianuro como alternativa todos
sus males.
Ni
les era concedida una “tregua” a su desesperación, siquiera
existía en su búsqueda una tabla salvadora más allá de los
hombres, ciegos de odio, de ira irrefrenable, animales fieros
obcecados férreos en la destrucción mutua.
Aún
así elevaban plegarias con esperanza desesperanzada, como postrero
remedio a tal catástrofe. Ya no asomaban lágrimas desesperadas de
ojos resecos, de surcos áridos en sus rostros ajados, ni sus manos
flácidas elevadas al cielo esperaban alternativa alguna. Era un
remedo, una inercia.
Nada
conocía del mundo, porque su mundo estas circunscrito su ese estado
de cosas, pero en algún lugar debía haber una opción.
Sus
apenas dieciséis años podría parecer un obstáculo. Él lo
ignoraba, pero su conciencia era muy superior a los parámetros
humanos, a las estadísticas y su pueblo, su patria se le quedaba
estrecha, no por su derecho a la supervivencia, sino a la de todos
aquellos inocentes que en cada esquina, debajo de cada escombro
clamaban paz.
Ya
no importaba la vida, si aquello se le podía denominar así.
Tomó
un camino, sin mapas, sin brújula alguna, aun en su trasiego
incierto, volvía su rostro hacia la Meca y oraba cumplidamente,
pero su oración no era ahora un ruego de amor, de sumisión, era una
exigencia férrea a su dios, a mala cara, de tú a tú, casi un acto
de soberbia surgida de lo que él consideraba una incomprensión, de
un abandono inmisericorde.
En
su devaneo, postrada en un ezpondón, una muchacha postrada en
cuclillas escondía su rosto estropeado por la fatiga, llamó su
atención y tras una breve conversación, ¡quien sabe si como última
salida!, ella decidió apuntarse a su hégira. No era menester
pregunta alguna, la ilusión del joven era razón suficiente.
No
contaban los días, uno más, mañana otro y pasado mañana más de
lo mismo. El futuro no tenía meta. “Andado se hace el camino”.
En
la singladura quedaron atrás decenas de personas hacinadas en campos
de refugiados prietos de tiendas de campaña escacharradas, de gente
resignada, pero no era aquello lo que él buscaba, porque las
soluciones dadas eran exiguas, insuficientes, insatisfactorias,
imbéciles a veces
No
era momento de rendirse una vez tomada una decisión consciente y
decidida. Localizó en diferentes campamentos gentes de diversas
creencias que obviando el nombre de su dios, todos mantenían
idéntico esquema, la misma esperanza, idéntico estoicismo,
No,
no era ese el fin de su trayecto.
Dios
tenía que estar presente en algún lugar, no podía permanecer en
palacios fastuosos impasible a los acontecimientos. en iglesias y mequitas pletóricas de boato.
Tenían
que llegar a sus aposentos, a sus despachos, no como humildes y
sumisos súbditos sino como exigentes hijos ante un padre infiel.
En
su camino nunca entendieron de fronteras, se preguntaban porque no
podían entenderse con nadie, porque en todos lugares que cruzaban
las palabras eran distintas, también la manera de vestir, descubrieron
las luces de neón, se asombraron de los autobuses, en el ruido de
los trenes creían reconocer aquellos tormentos a los debían ser
sometidos los infieles a la religión.
Creyeron
encontrar una mezquita y como eran su costumbres se descalzaron a la
entrada y comprobaban extrañados como nadie cumplía con tal
requisito. Movidos por el principio de la curiosidad entraron en
aquel edificio majestuoso, y observaron hermosas arañas pendientes
de altos techos, bancos donde la gente se sentaba, muchas figuras
adornadas con láminas de oro que representaban a personajes con
largas barbas, coronados con círculos luminosos sobre sus cabezas,
con vestimentas largas, lucidas, de brillantes y variados colores,
extrañados de ver como a la voz de lo que ellos consideraban un
Imán, la gente respondía con gestos estrafalarios para ellos,
observaron que en la bóveda había un icono de un señor
semidesnudo, musculoso, tal que una imagen deifica. de un ser
todopoderoso, con facciones rígidas y una mirada fiera.
El
“imán” portaba vistosos trajes, y un gorro ornado de piedras
preciosas, ceremonioso, con unos cuantos siervos que le atendían en
actitud servil, serios, muy conspicuos.
Estuvieron
largo contemplado la ceremonia, atónitos. Allí también rezaban,
pero aquella figura de dios más que darles confianza les intimidó
de tal manera que decidieron salir con sigilo del edificio porque
no osaban dirigirse a él por considerarlo una persona lejana,
inaccesible.
Ya
en la calle cavilaban si aquellos que adoraban a ese dios tan
terrible, con una fe seria y creíble no pudieran ser hijos de su
dios,
¿Quién
estaba equivocado?
¿Era
ese el mundo prometido?
Enseguida
comprobaron que no todos los hijos de dios eran iguales. Frente al
frontispicio había personas solicitando un óbolo, que portaban
vestidos ajados, que sus facciones delataban hambre, que su mirada
era triste, que pasaban desapercibidos ante los fieles bien
trajeados, engalanados de abalorios que abandonaban el templo.
Todo
un mundo de dudas les invadió. En un rincón de un callejón, con
temor a ser descubiertos renovaron sus preces, sin percatarse de que
ese gesto cada vez se iba convirtiendo más en un ritual heredado
que en un convencimiento.
Estaban
acostumbrados a pasar miserias y con un poco de comida o algunas
monedas que recibían se apañaban de buena manera.
Pero
tampoco en aquella tierra estaba la persona que buscaban, ese alguien
a quien tenían mucho que exigir. La frustración se apoderó de
ellos.
Desconocían
por completo donde empezaba la tierra y cual fuera su fin.
“Caminaremos
en tanto haya senderos que conduzcan algún lugar, no importa cual”
Dios
no puede estar muy lejos, sería increíble que dejara a su libre
albedrío a sus hijos, en su concepción de la paternidad.
Muy
cercano al edifico dejado atrás, sentados de cuclillas, con trajes
amarillos, pelo rapado, inmóviles, estatuas humanas, denotando una
paz en sus rostros y poses, también oraban, así crían ellos. Sin
embargo igualmente sus ojos descubrieron en ellos señales de dolor,
destellos de sufrimiento,. Estaba claro que ellos poseían otra
divinidad.
Les
resultaba imposible adivinar quien era aquella deidad a la que ellos
se sometían.
¿Existe
dios? ¿Al menos un único dios verdadero?
De
todos modos los resultados son parejos entre todos los estamentos contemplados.
La
impotencia que querían dejar en el camino no solo fue en declive
sino que era ahora más abrumadora.
No,
no debían en este instante abandonar su anhelo de expresar a ese ser “bueno”
todas sus quejas, sus cuitas, sus ilusiones universales, echarle en
cara su desengaño.
Volvieron
tras sus pasos y entraron de nuevo en el templo majestuoso y
acomodados en la parte trasera intentaron seguir todos los gestos que
ejecutaban los fieles. Cuando terminados los oficios volvieron a la
calle consideraron que no era compatible no depositar un pequeño
dracma en la canastilla de aquella mujer aposentada en el dintel
del atrio.
Comprobaron
que ese nimio gesto les infirió un halo extraño, difícil de
definir.
Al
pasar por la plaza donde permanecían impasibles aquellos monjes
intuyeron que en aquella atípica postura, en esa quietud se
escondía algo muchos más profundo que la mera figura.
También
a su manera imploraron a ese su dios, pero al igual que las otras
ocasiones sus expectativas se vieron malogradas.
Después
de tantas y tantas fatigas y avatares no cabía caer en el
desencanto.
¿De
qué servía todo el esfuerzo y fatiga pasado?
Decidieron
que habían de ser más testarudos, obstinados hasta el final.
Cuando
conseguían hacerse entender con alguien, las respuestas eran
ambiguas.
Todo
era cuestión de fe.
Ellos
no creían eso. Si alguna cosa existe debe haber un autor de ella y
si a ese autor le consideramos perfecto deberá darnos una
explicación del porque no funciona correctamente.
Ese
mañana se levantaron cansados, no tanto físicamente, acostumbrados
como estaban a ello, sino anímicamente. Puestos en pie, obviando
ritos, liturgias, -Zaida, su compañera- con iris enrojecidos, él
con la mirada puesta en el infinito, escribieron, impotentes, una
carta al viento, último recurso que les restaba. Entendían que el
viento lleva a todo el mundo los mensajes que recoge, tal vez él era
el único emisario que pudiera entregar en propia mano esos suspiros
agónicos. En sus letras volátiles no colocaron petición alguna
para ellos, no era lo más importante, solicitaban paz, felicidad
para todos a cuantos habían visto morir, sufrir, a los que
comprobaron que en otros lugares ocurría algo idéntico.
“Hemos
vagado y peregrinado mucho, durante largo tiempo en tú búsqueda,
pero todo ha sido inútil. Nos has mandado profetas, hombres buenos
portadores de tu mensaje, incluso dicen que tu hijo bajó a esta
tierra, pero todos murieron, y su semilla se fue pudriendo,
tergiversada de tal manera por sus sucesores, que ahora ignoramos
cual es tu esencia.
Dudamos incluso de tu existencia de dios tal como
nos predicaron tus enviados. Es tanto nuestro sufrir, tanta nuestra
desesperanza, tal el agobio y la incertidumbre que solo nos resta
este mensaje angustioso.
¿Observas
el estado de este mundo que tu creaste? No tiene parangón alguno con
los escritos, con las tradiciones orales. ¡Es todo un camelo? ¿Tiene acaso sentido alguno nuestra pesquisa? ¿alguien puede garantizarnos que la
promesa de la felicidad eterna no sea solo una entelequia a la que
nos aferramos como tabla de salvación a un infierno terrenal en la
mayoría de los casos?
“ No
es tanto pedir” fue su amén.
Se
abrazaron febrilmente,
Se
comenta que en muchos lugares observaron transitar a una pareja de
jovenzuelos, inquietos, obstinados, con empeño utópico en hablar
con dios.
Hoy
en día y contemplado el panorama podemos asegurar que seguirán su
caminar errantes, ¡quien sabe donde!
Cuando
sus cuerpos desfallezcan, sus fuerzas se extingan, cuando expiren sus
cuerpos ¿encontrarán a dios? ¿Podrán explayarse con él? ¿Se
trasmutará el mundo?
Solo
desearles suerte, porque la suya será la nuestra.
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