Los
dos perdieron.
Habían
nacido juntos sin ser siameses, unidos en lo material y en lo
espiritual, formando un todo indisoluble, uno síntesis del otro. Así
siguieron durante los primeros años porque la infancia no parece
marcar diferencias pronunciadas, insalvables.
Con
el paso del tiempo comenzaron los matices, livianos, triviales que
sin creerlo fueron formando diminutas fisuras entre ambos. Armaban un
todo conjunto, inseparable. Del principio al fin del período de su
vida transcurría con naturalidad cuando las coincidencias en ideas,
actos, trabajos eran sincrónicas, pequeñas trifulcas que se diluían
en los minutos siguientes con una vuelta a la normalidad natural.
Dormían juntos, corrían al unísono, jugaban los mismos juegos,
armonizaban muy a menudo en pensamientos parejos, participaban en la
misma mesa. Su normalidad era tan simple que a nadie de su alrededor
llamaba la mínima atención su cotidiano devenir. Pasaban tan
desapercibidos que eran un número más en el transcurso de los días,
en el inventario acostumbrado del vecindario, notorio si su ausencia
era ligeramente prolongada en el suceder acostumbrado del barrio. Se
les observaba risueños, confraternizados, de tal modo que era
impensable cualquier discrepancia fuera de lo normal en cualquier
persona del contorno.
Era
octubre, cuando las manzanas, las vides y otras frutas estaban en su
sazón y como cosa de niños decidieron ir a robar a un huerto
cercano, ¡cosa de críos!, como se consideraba entonces, pero antes
de tomar tal decisión sobrevino un pequeño enfrentamiento, que si
sí, que si no, hasta el punto de que determinaron tomar direcciones
contrarias. En su entidad unitaria hubo conformidad displicente.
Terminada la travesura, el diálogo siguiente fue bastante
controvertido, y lo que hace poco tiempo se fraguaba el
consentimiento en poco segundos, en esa ocasión traspasó esos
términos y duró un par de días de recelo mutuo, de amagos de
despego, de silencios prolongados, de miradas esquivas. Todo retornó
a la normalidad, pero sin darse cuenta se había marcado una ligera
distancia imperceptible para ambos. Su otro yo no era de los que
dejaba abandonado a nadie en la estacada y mucho menos tal cosa podía
suceder ocurrir en esta contingencia.
La
juventud en un espacio natural y geográfico tan diminuto como un
pueblo pequeño, donde todo es sabido, donde los “corre ve y diles”
es el comentario notorio, fue dilatando las diferencias, las disputas
eran más intensas, los tonos de voz más agudos, las distancias en
el tiempo de las reconciliaciones más espaciosas, más dilatadas,
lo que no era óbice para una rotura total. Cierto que las
aproximaciones constituían momentos más intensos, una renovación
de la amistad intrínseca y el perdón mutuo era genuino, pero en el
plasma de su vida en esa página del día a día iban quedando
borrones, diminutos por ahora, pero tachas que maculaban poco a poco
esa cuartilla apenas pergeñada en su todavía corta existencia.
El
cambio de ambiente motivado por los estudios, la alteración del
estatus social, de rural a capitalino, tan disparejo no contribuyó
en nada a que las relaciones siguieran un curso cabal. Nuestro hombre
no siguió unas pautas comedidas, más bien se dejó encauzar por las
novedades notorias de su nueva vida, renunciando a ciertas
convicciones hasta ahora válidas por otras más etéreas, fáciles,
sugestivas, atrayentes que quebrantaban esquemas anteriores.
Las
noches entonces se le hacían eternas, angustiosas con solo la
presencia de su otro yo congénito hasta el punto de producirle un
insomnio martirizante. Entendía en noches de vela pasadas que algo
no iba bien en esa relación, comprendía con sinceridad que él
también era corresponsable de esa situación, pero tampoco llegaba a
entender el porqué de esas consecuencias que él entendía como muy
extremadas, comunes en su ambiente, que algunas veces también a él
le contrariaban, incluso hasta el punto de una resaca espiritual que
le sumía en una profunda depresión. El acercamiento ahora era
complejo tal que un dardo hendido en su orgullo, en su “yo”.
Encontró
a una muchacha con la que compartía amistad, más como una cosa
pasajera que una seriedad con visos de futuro. No le daba importancia
alguna, era un paso más en esa trayectoria para el predeterminada
por no sabe quien, algo que se inmiscuye en tu existencia como el
viento en un día de otoño, a un dolor de cabeza tras una resaca
después de horas de orgía desenfrenada hasta las tantas de la
mañana. Lo normal que tal que como había llegado tomase el camino
de vuelta. La vida sigue igual.
Los
desvanes fueron increschendo. Los estudios fueron quedando relegados
sin compasión, las mentiras aumentaron de forma desmesurada, las
discrepancias con sus progenitores habían llegado a su culmen hasta
el punto que la relación con sus padres se convirtió en algo
testimonial. Se construyó un mundo a su medida que fuera capaz de
dar explicación, no ya a los demás, a sus compañías, sino que
diese respuesta a sus muchas dudas, a ese darse cuenta que no era
aquello lo más conveniente, que justificase su zozobra. Se encontró
inmerso en un esto anímico que le sobrepasaba, que le maniataba
hasta el punto de haberse convertido en un pelele indefenso, en una
veleta a merced de cualquier viento viniese de donde viniese. Nada.
El
martilleo persistente de su otro “yo” llegó a ser insufrible.
Alguna veces la había venido a la mente ideas terroríficas de
suicidio, producto de una angustia casi cotidiana, y su ánimo era
cada instante más apocado. Sus propósitos de reforma de enmiendan
se diluían como un azucarillo en un vaso de agua, arrastrado por su
indolencia, en un ambiente casual al principio pero vital para él en
estos momentos.
Su
reacción fue la escapada para atrás. “Si el silencio te incomoda,
haz ruido” axioma que no llegó a discernir si era algo leído en
libros de filosofía o era producto autóctono, alboroto que si al
menos no acalla la batahola que atormenta tus sienes al menos abre
un espacio más idóneo que justifique tu disloque.
Ni
que decir que ya lo consideraba no ya algo consustancial con él sino
como un enemigo cruel, fiero, insufrible,
Probó
con la bebida, con las drogas, llegando hasta tal estado de
inconsciencia que creyó haber triunfado en esa pelea que ahora
mantenía y logrado desasirse de él.
El
tiempo, las circunstancias, un buen consejo acogido a tiempo tornaron
todas las expectativas aciagas.
El
regreso fue áspero, difícil, pero era lo único que quedaba en su
sano juicio. Hoy necesitaba de su otro “yo” y este, fiel a su
consigna salió de inmediato a su encuentro. Ofreció todo su apoyo,
obvió la merecidas reprimendas, abrazó con fervor a su amigo, y así
en aquel abrazo regado de lágrimas sinceras e reencontraron.
La
vida fue transcurriendo con la naturalidad de un nuevo arranque, con
renovadas energías, con alientos bisoños.
El
devenir se interpuso en su camino. Una enfermedad aciaga truncó una
vida joven, risueña, ahora renovada, con un futuro prometedor,
pletórico de entusiasmo.
Su
óbito inesperado sacudió ambas existencias como un inmenso
terremoto.
.-
Me voy ¿sabes?
.-Ya.
.-Y
ahora ¿qué?
.-
Seguiremos igual, tú en tu lugar y yo en el mio, pero siempre
unidos.
Cerró
los ojos y su cuerpo quedó gélido..
¿Donde
subsistirá su alma, su espíritu, siempre fiel, siempre amoroso,
crítico siempre?
¿Son
individuales? ¿Transferibles?
¿?
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