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HACIENDO CAMINO

HACIENDO CAMINO.-
Para muchos caminantes que recorren estas veredas olvidadas de la mano de Dios y de los hombres, encontrarse con este pueblo abandonado, donde solo moran dos personas, un cariñoso perro y algunos animales domésticos, supone para ellos una sorpresa agradable, máxime si sus pies están cansados, sus cuerpos fatigados, sus estómagos vacíos, su boca reseca y su espíritu peregrino decaído por la fatiga.
Arriban a la cima del camino y estiran su cuerpo enjuto, desperezan sus brazos, atusan sus revueltos cabellos y aspiran con profundidad un soplo de aire fresco. Pocos metros más allá una diminuta fuente susurra su cantilena sencilla, pausada, sabedora de que aunque transcurran los años, la gente agonice o deje atrás el camino de peregrinaje para siempre, otros vendrán y para ellos, su sola presencia será momento de sosiego, un impasse para renovar bríos, para el sueño reparador. Anotar en el vetusto cuadernillo las impresiones de una jornada lluviosa, implacable, ensañada con el rostro cobrizo del romero.
No existe luz eléctrica en la casa, unas amarillentas velas alumbran la diminuta estancia, una estufa de serrín caldea el ambiente, sobre ella una vieja tetera prepara unas hojas de té y expele un aroma que impregna la habitación. Unas galletas “marías” reposan calmas en un plato, en otro unas rodajas de chorizo de jabalí esperan a que esté dispuesta la tisana y sentados sobre unos troncos de vetusto roble que hacen las veces de banquetas los dos vecinos y los dos peregrinos apuran con placidez chicha el exiguo alimento. El calor de la infusión anima el cuerpo y restablece el alma. Apenas unas palabras al comienzo, luego conversación distendida y amena.
Para nuestros vecinos, una vez más, historias reiteradas pero no por ello extrañas, con sus matices, sus voces roncas quebradas por el cansancio, con el deje de las diferentes tierras de donde proceden los romeros. Callan y escuchan porque esa es su labor en estos momentos. El sueño va venciendo a los contertulios y se hace necesario un buen reposo sobre un pequeño jergón, acomodados en su saco de dormir, apenas unos segundos bastan para caer rendidos en un sopor beatífico. Mañana será otro día.
La noche ha refrescado y al asomar al dintel de la puerta sus ojos atónitos han observado como un manto de armiño se extiende por la campiña y cubre los montes aledaños al diminuto albergue. Se desperezan y toman un sorbo de café con achicoria caliente que revitaliza sus músculos atenazados. Son aconsejados por los dos vecinos de la inutilidad de emprender viaje en su peregrinar. La espesura del manto de nieve es muy grande y las nubes clavadas en el cielo no presagian nada bueno, así que deciden entretenerse jugando con la nieve como chiquillos retozones. Por un día al menos el pueblo habrá duplicado el número de sus habitantes. Ante tal situación deciden prolongar su sueño y aprovechar la mañana para un relajante descanso tan merecido por otra parte. Todo vendrá bien.
Sus dos compañeros ahora, han decido aprovechar la nevada para seguir la huella de algún conejo u otro animal, practicar la caza y colmar la alacena de carne fresca que luego han de dar cuenta de una buena ración. El resto salarán para conservarla para postreros días. Al mediodía cocinan un buen rancho de bacalao en salmuera con patatas en caldereta que lo engullen con fruición. La sobremesa es extensa, amena y sosegada porque el tiempo en aquel lugar no corre y nadie tiene prisa alguna.
Los romeros inquieren los motivos de esa vida tan ermitaña que llevan, las circunstancias que les han llevado a un lugar tan inhóspito.
Juan comenta como la vida de casado le ha traicionado y añora sus años felices, asomando en sus ojos un deje de nostalgia, sin duda que por su mente han pasado entre otras cosas el flechazo en aquel guateque juvenil con la que fue su esposa, los primeros escarceos amorosos, los espacios risueños de vida en común en que todo era color de rosa, la frustración de los retoños que dejaron para más tarde y se malograron por desavenencias matrimoniales, en fin un interminable cúmulo de cosas, sin querer entrar en más pormenores.
La historia de Luis es más dilatada y complicada. Por culpa de una herencia las cosas se embrollaron entre los hermanos y las rencillas llegaron demasiado lejos. Él era el deudo más pequeño y el perjudicado en el reparto. No hubo manera de llegar a acuerdo y las insidias fueron un caldo de cultivo idóneo para rencillas cada vez más intensas hasta verse obligado a abandonar el hogar familiar con lo puesto. Su rencor anidaba en su alma y aumentaba con el trasmito del tiempo. Una mañana decidió acudir al pueblo y solicitar parte de lo que le correspondía. Sus hermanos hicieron caso omiso y tras insultarle le amenazaron con despacharle del lugar. Esta circunstancia alteró de tal manera el ánimo de Luis que prometió una venganza terrible. Su carácter no había sido nunca agresivo y nadie le dio en la aldea mayor importancia. En la complicidad de la noche una fuerte luminosidad se apoderó del pueblo. De su hogar paterno emanaban cientos de llamaradas que pintaban de ocre el cielo y una nube de hollín negro cubría las nubes, como la casa era pasto de las llamas. Acuden prestos con pozales de agua en un intento baldío de sofocar el fuego pretendiendo entre todos salvar ropas, mobiliario y el ganado que moraba en la planta baja de la vivienda. Sus hermanos lloraban de angustia y proferían blasfemias y anatemas contra Luis.
La venganza se había consumado.
Todos trataron de dar con el paradero del pirómano pero para entonces era demasiado tarde porque se encontraba a varias millas de lugar del suceso. Cambió su semblante dejándose barba y melena desaliñada y larga y anduvo vagabundeando de un lugar a otro hasta recaer en este lugar recóndito, alejado de la mano de Dios apartado de su pueblo natal con la esperanza de que nadie daría con su paradero. Hasta el día de hoy lo había conseguido.
Los oyentes perplejos no daban crédito a lo que percibían sus oídos, también Juan que nunca había escuchado semejante relato.
.- Como podéis comprobar no soy un asceta ni me tengo tampoco como mala persona, solo cautivo de una sinrazón que ya no tiene remedio.
Un silencio plomizo se adueñó del habitáculo. Lentamente se fueron levantando de la mesa y cada uno tomó una determinación, quien recoger los cubiertos y platos, otro optó por tomar un libro en sus manos y Angel abrió su cuadernillo de muelles e intentó apuntar algo en su agenda de viaje pero al instante notó que su pulso le temblaba y comprendió que no era el momento de hacer anotación ninguna. Lo cerró y abrochándose su anorak y enfundándose su capucha salió a tomar un poco de aire gélido. El perro labrador, Aska, le hacía amigable compañía. El viento del norte soplaba con fuerza y el frío hacía mella en su cuerpo, así que apenas el paseo duró unos pocos minutos y regresaron al hogar.
La tarde transcurrió con naturalidad cada uno dedicado a diversas labores. Aprovecharon los peregrinos para lavarse con agua fría, hacer la colada y poner un poco en orden los exiguos enseres que portaban en sus mochilas. Juan y Luis cortan leña, cada uno en su casa y alimentan a los pocos animales que poseen. De nuevo a la noche se reunieron los cuatro, esta vez en casa de Luis. La vivienda era algo más confortable puesto que tenía un hermoso fogón que caldeaba la estancia. Colgado de un hierro sobre el fuego una olla esparcía el vapor del guiso y expandía un sabroso olor a viandas cocinadas. En ella unas gachas con tocino y chorizo bailan en el borboteo del agua hirviendo.
¿Quién es dios? Se pregunta con ingenuidad inusitada Luis. El que vive, se responde inconsciente. Asienten los demás. Un silencio cómplice se apodera del ambiente en tanto una urraca impertinente y rezagada grazna en noche de luna llena ignorante de que las tinieblas no tienen tiempo ni espacio para el errante, para el romero, son compañeras inseparables de sus rutas ambiguas sin finis terrae en tanto no exista un dictador que las grave a fuego en una tela tricolor.
Al día siguiente, o el similar de siempre reciclado, porque los personajes son los mismos mismos, el paisaje nevado idéntico, el frío conserva su temperatura de tiempos atrás, las obligaciones son análogas, nuestros hombres reinician su ciclo diario.
Luis y Juan abordan su anodina caminata en pos de una presa con renovada esperanza, como si el mundo comenzase su génesis en cada instante, dueños del tiempo al que han usurpado su protagonismo y con un hasta luego alejan sus figuras de la vista de sus ahora compañeros.
Angel tomó su cuadernillo de hojas mohínas, recostado sobre la pared encalada de la vivienda, incapaz de describir el camino recorrido, ni tenía objeto volver a detallar los mismos personajes, no existían pueblos diferentes que motear ni narrar experiencias diferidas, apenas la fecha era dispareja. Remontó la mirada y se encontró con un cielo encapotado que obstruía la mirada en tres kilómetros a la redonda y observó como el sol luchaba por hacerse un hueco entre las nubes prietas arrepentido de haberles sustraído unas horas de luz y la luna lunera se retiraba sumisa, callada, colma de sueños renovados, de pesadillas aciagas, guardián fiel de tránsitos indefinidos, de proyectos remozados. No acertaba a comprender si el mundo terminaba allí o era aquel espacio el nuevo nacimiento de un orbe diferenciado.
Se abrigó cerrando con un botón el cuello del anorak y colocándose la gorra sobre su cabellera, selló su libreta y con la mirada puesta en el horizonte dejó vagar su mente. Llevaban ya cinco días en aquel cenobio pero ese espacio de tiempo se le antojaba eterno, no era posible que en tan pocas jornadas su pensamiento, su ideario hubiera sufrido semejante transformación. Antes, tan meticuloso él, esclavo de los horarios, de puntualidad germana, de atavío impecable, cabello ensortijado, brillante por la gomina que lo impregnaba, barba bien rasurada, colonia de Cacharel, caminar de modelo de pasarela de Cibeles. En el banco era el director de la sección de bolsa. De brillante futuro, de grandes posibilidades de flirteos amorosos o escarceos eróticos, todo en su entorno era fácil de obtener hasta el punto de llegar a la saturación y en cierto grado al asqueo. Le vinieron a la mente infinidad de memorias jubilosas, de jaranas etílicas hasta la saciedad, de noches de lujuria desenfrenada, amores de convenio, efímeros.
Ante su mirada perdida en la lejanía, también compareció la figura frágil de un niño. Se sintió rilar. Era una pesadilla que le perseguía como mosca cojonera, impasible, empeñada en nublar aquellos momentos de nostalgia jubilosa de tiempos transcurridos en la abundancia y el desmadre. Le evocaba la letra escarlata que inmisericorde le acusaba de infidelidad, de abandono. Le hacía sentirse como los judíos señalado con la estrella de David y destinado al sacrificio.
¡Cómo vuela el tiempo! Ya han pasado quince años, raudos, sin percatarse uno apenas.
Elena era una chica jovial, atractiva y a Ángel, como todas, no le resultó difícil el conquistarla. Todo parecía que iba en serio, pero Ángel era culo de mal asiento. Cierto día su amiga le comunicó que iba a tener un niño. Su cabreo fue monumental:
.- ¡Como se te ocurre! Somos jóvenes, con toda una vida por delante y nos vamos a ver ahora sujetos a un mocoso. Lo siento pero tendrás que abortar, yo no arruino mi carrera de dandi así como así.
.- Pero, ¿Cómo vamos a hacer semejante fechoría? Nos queremos y este niño es el fruto de nuestro amor.
.- Vamos niña, eres una mojigata e ingenua como para creer en el amor platónico. El amor dura en tanto produce goce, pero goce material, concupiscencia, pero no puede convertirse en un yugo y menos con un churumbel. Estamos por encima de todo ello.
Aquel día terminó como el rosario de la aurora, una bronca monumental, unos sollozos amargos y un adiós para siempre.
Elena siguió su embarazo y dio a luz a un bebe. Le llamó Ángel, con la esperanza amarga de que fuera el revulsivo que devolviese a su padre al hogar. Hoy es el día en que ese su anhelo aún no se ha visto cumplido.
Pero no era este el motivo de su peregrinar, no se trataba de una redención de penas. Los años jóvenes hace tiempo que quedaron atrás - ronda los sesenta- los atractivos han ido menguando en eficacia, una pronunciada calvicie afea su cabeza, las resacas perduran durante varias jornadas, el reloj, los horarios resultan ominosos, sus trajes ya no encajan perfectos en su talle de voluminoso abdomen.
Aquel sábado en el bar, atiborrado de cubatas, con la voz pastosa y los ojos vidriosos, abrazando a su compañero de fatigas, imbuidos en una pelea verbal baladí se retaron a hacer el camino de Santiago. La salida se haría el lunes desde ese mismo lugar. Ángel cumplió con su compromiso, y tuvo que emprender la andada en solitario simplemente por su prurito.
El tiempo no es el mismo en cada lugar, no en lo referente a la meteorología, sino al estado de ánimo, un instante puede ser eterno y unas horas se pasan volando. Resumen de fases de aburrimiento, de monotonía, o de felicidad frustrada en su cenit.
Habían transcurrido ya más de cuarenta días y a Ángel aquella estancia se transmutaba de un momento edulcorado a otro de fastidio consentido. Siempre las conversaciones reiteradas a no ser que fueran filosóficas, sin incidencias relevantes, desconocedores de los acontecimientos que sin duda sucedían no muy lejos de aquel lugar.
Un día aprovechó el buen tiempo para bajarse al pueblo, leer con avidez un periódico local, escuchar la radio y observar las noticias en el telediario. La conversación anónima con vecinos anónimos, con variantes insignificantes para su anterior época pero casi extrañas en este momento de su vida. Quiso aprovechar el tiempo y se tomó un gran bocadillo con buenos trasiegos de vino, su café, su copa y un farias y en su libreta rugosa anotó los renovados sentimientos adormecidos en esta estancia en aquel lugar. Creyó como suficiente ese pequeño retiro que circunstancialmente se había concedido, que estaba bien para ese espacio de su vida pero que consideraba sobrado. Comió en la pequeña taberna un buen plato de pasta, un segundo de merluza, para postre un flan casero y de nuevo su completo. Arrancó cuesta arriba con desánimo, convencido de su estancia como una inercia, como un paso más en su discurrir que llegaba a su fin. Le costaba asimilar que tendría que dejar a sus amigos que en un momento dado fueron providenciales. Intuía que la despedida iba a ser difícil pero que para él era inevitable.
Con estos pensamiento en su mente arribó a sus aposentos y sin perder un instante comentó con sus compañeros todos sus cavilaciones. Ninguno opuso objeción alguna. José rompió el silencio. “casi no me había dado cuenta de que aun recorriendo el mismo itinerario, comiendo en la mesa, compartiendo ratos de ocio, cada uno somos distintos. A mí el hacer el camino lo tomé un tanto por religión, agobiado de una existencia anodina, con un cierto vacío espiritual, como una salida al encuentro de un algo que rellenase ese frívolo existir, conocer experiencias variadas, incluso contrapuestas, amistades diferentes, sin prejuicios ni condicionamientos. En un principio mi fin era Santiago, ahora el destino parece haberme señalado este lugar como meta del peregrinar. No me apura el tiempo, pero tampoco quiero dar por sentado que esto pueda ser definitivo.
Los tres dieron por seguro que la estancia de Ángel llegaba a su fin. Consideraban que consistía en un tránsito más en el devenir de sus vidas. Estaban agradecidos de las vivencias experimentadas, sabedores de que aun cuando eran cuatro conformaban unidades diferencias pero complementarias.
Al amanecer, Ángel recogió sus bártulos y aprovechó el desayuno para su despedida. Sacó de su mochila unas pastas adquiridas en el pueblo Entendió que no era momento de soflamas y con un abrazo sincero, conteniendo un ligero nudo en la garganta sin dilatar el tiempo inició la marcha hacia el pueblo. Saludó varias veces a sus compañeros apostados en el umbral de la puerta. Comprendía que no se iba completo, que dejaba allí algo suyo pero le reconfortaba que era mayor la compensación de haber conocido a personas con problemáticas heterogéneas y suplementarias a la vez.
En un recodo del camino retomó su libreta y en una página en blanco anotó solo unas pocas palabras “adiós amigos, hasta siempre”. Sin casi darse cuenta se fijó en ese siempre que había plasmado y consideró que en el terreno material podría ser una premonición. ¿Cuánto podría durar en su alma aquel amigos? Juró que sería eterno.
El perro siguió sus pasos durante unos metros sin comprender lo que sucedía hasta que Ángel con gesto cariñoso le hizo entender que su camino era sin retorno y Aska lo siguió con la mirada, sentada en el angosto camino hasta que lo perdió en el horizonte.
Vivimos muchas veces durante tiempo y tiempo rodeados de personas sin que cuaje una amistad sincera inmersos en un nuestro “yo” que nos impide percibir el valor de una conexión profunda que contra más desinteresada es, más capacidad hay en esa liberalidad de comprensión y de fusión.
La vida seguía igual pero no idéntica. En circunstancias anómalas los factores adquieren dimensiones diferenciadas, los recuerdos son más arraigados, la amistad es más pétrea y perdurable.
Al frío invierno le sucedían primaveras maravillosas, el monte se llenaba de flores, los árboles lucían sus galas de verdes hojas, las ligeras lloviznas animaban el plantío de la huerta, el tiempo cálido invitaba a largos paseos por los montes cercanos que regalaban la vista con soberbias panorámicas que sobrepasaban el alcance de sus ojos. Las comidas se hacían en la calle y las tertulias eran más extensas. En ellas se fueron desarrollando comentarios de acontecimientos pretéritos que contribuían a un mayor conocimiento entre los personajes. Unas veces consistían en chascarrillos amenos, otras se trocaban en comentarios impregnados de una cierta melancolía.
Algunas mañanas el ambiente se mutaba con la llegada de aldeanos con sus cestas de mimbre que arribaban al lugar con intención de recoger setas, sobre todo en mayo y departían con ellos agradables charlas y compartían algunas viandas que portaban en sus zurrones los recién llegados.
José añoraba la ausencia de Ángel, sin duda porque pasaba más tiempo con él, porque las circunstancias eran más análogas que las de sus otros dos compañeros. Sentía cierta comezón por seguir el camino emprendido. Ocurría en días nublados como si la tristeza de la naturaleza se adueñase de él.
Y si un día por circunstancias de la vida cualquiera de nosotros se encontrase solo en este paraje casi desamparado del mundanal ruido, ese día, ¿seríais capaces de proseguir aquí, en la más absoluta soledad? A mí se me antoja imposible. Ignoro quién de los dos arribó primero y vivió durante algún tiempo esta experiencia. Quiero pensar que los días, meses en solitario deberían ser eternos, eremitas. No puedo ignorar la fuerza de voluntad”.
Juan tomó la palabra: “cierto que por mi mente nunca ha pasado esa probabilidad, quizás pecando de una ingenuidad casi infantil, pero por mi vivencia anterior a mí no me cabe duda de que así sería. Cierto que ha transcurrido mucho tiempo, que las circunstancias ya no son las mismas, que la edad también va marcando sus huellas en el ánimo, por todo ello es indefectible que pensando ahora esa aseveración rotunda mía pudiera ser que llegado el momento ,se desvaneciese”.
Luis terció: “yo no lo tengo tan claro, pero no es un tema que me agrade examinarlo tal vez por temor a que llegue el caso. Quizás es esconder la cabeza debajo del plumaje como la avestruz”.
José intuyó que el tema propuesto estaba creando un ambiente de cierta inquietud y que no era muy conveniente seguir con él.
Bueno, será mejor dejarlo y sobreponernos un poco”. Tomó su guitarra en las manos y comenzó a desgranar unas canciones a la que se unieron sus compañeros. En estos menesteres, sin percibirse, la noche se fue echando encima y optaron por cenar y retirarse a sus aposentos.
Se extrañaron que Luis, que esa noche había dormido solo en su chabisque, no apareciese como de costumbre al desayuno. Decidieron presentarse en su casa y lo encontraron postrado en su catre, totalmente tapado y tosiendo como un descosido. Le tentaron la frente y pudieron comprobar que tenía fiebre. Sufría náuseas y había devuelto.
No es nada, solo una pequeña gripe”.
Le prepararon una buena tisana con café y un sorbo de coñac, le abrigaron con otra manta más y decidieron que José se quedaría a su cuidado mientras que Juan realizaría las tareas de la huerta y otras obligaciones caseras. Aquella noche dormirían los tres en casa de Luis. La vigilia no fue sencilla. La tos se hacía cada instante más intensa, un frío sudor bañaba la frente del enfermo, las aspirinas no hacían efecto, el pulso era acelerado. Una cierta alarma se apoderó de ellos y comentaron la necesidad de acudir al médico del pueblo. José bajaría al poblado a pedir su asistencia. Con la vieja bicicleta emprendió camino a la aldea.
El galeno le auscultó y en su rostro asomó una mueca de desagrado.
Me temo que es una neumonía y se hará necesario que lo bajemos a mi consultorio para una mejor exploración. Luego veremos qué medidas debamos tomar”
Luis era un tanto reacio a esta orden pero fue persuadido de la conveniencia de hacer caso al médico.
Efectivamente, realizadas varias pruebas, el diagnóstico confirmó la primera hipótesis. Se mandó avisar a una ambulancia y fue trasladado al hospital de la ciudad. De momento se hacia menester su ingreso en observación. El facultativo les cedió un móvil para tener comunicación con ellos. Cada mañana recibían noticias del estado de su compañero.
A la madrugada sonó el teléfono y sus rostros se tornaron lívidos. La enfermedad se había agravado y había sido urgente ingresarlo en la UVI. Tomaron un taxi en la aldea y se presentaron en el centro hospitalario. Las noticias que escucharon del cuerpo médico no eran nada prometedoras. Se relevarían en las visitas. Transcurrieron varias jornadas y la evolución de la enfermedad no era satisfactoria. En la mente de sus compañeros anidaba la duda de una total recuperación, temiendo un fatal desenlace.
Todo está consumado” entendió Juan cuando compareció el doctor. Su rostro mostraba el inexorable resultado: Luis había fallecido. Acudió a la habitación con sus ojos cargados de lágrimas, sintiendo la impotencia de no poder hacer nada por la salud de su inseparable amigo.
José llegó más tarde y se volvió a repetir la escena.
Ambos desconocían los últimos deseos de cómo y donde deberían colocar sus restos mortales, ignoraban también la dirección de sus familiares y consensuadamente decidieron enterrarlo en el viejo y destartalado cementerio aún en pie en la ladera del monte, a unos doscientos metros de sus casas. Apenas unos pocos vecinos acompañaron el féretro que depositaron en una fosa cavada en la tierra. Una sencilla cruz de madera sobre su túmulo era toda señal de su existencia. Luego silencio.
En casa de Juan la calma era profunda, plomiza, sus semblantes desencajados, sus miradas extraviadas. Ambos recitaron una plegaria sentida.
José optó por dormir en casa de Luis. En su somnolencia no podía apartar de su mente la figura oblonga de su amigo, sus manos callosas, su tez cetrina, su cabello revuelto, sus ojos azabache radiante. Le vino a su memoria aquella conversación lejana en el tiempo, aquella pregunta ingenua, ¿qué haríais solos?
No logró conciliar el sueño. Tomó la vieja zamarra y se puso a caminar a la luz de un cielo estrellado, sin rumbo fijo, como un zombi. A su alrededor todo era silencio, de cuando en cuando alguna chicharra rompía la calma con su sonido chillón.
Al amanecer, desayunaron frugalmente en reposo, sus miradas delataban la tragedia que sufrían y cada cual adoptó tomar un sendero diferente. Juan al monte, José se afanó en arreglar la casa. Cada uno por su cuenta visitó la tumba de Luis.
Pasadas varias semanas, José le comentó a su compañero que ya no encontraba sentido a esta vida eremítica, que era ahora cuando discernía lógico proseguir su camino a Santiago, que tenía una razón más, una súplica prometida que realizar.
Juan comprendió todos los motivos. En su interior entendió en qué circunstancias se iba a quedar. Le atemorizaba la idea de volver a una existencia relegada al olvido interesado. Tampoco encontraba energías en su alma para una soledad hasta ahora solícita pero que se le presentaba angustiosa, incapaz de convivir con ella, la que fue amiga inseparable durante años. Se refugió en su cuarto y bebió sin medida hasta caer dormido en el suelo de su habitación. No tuvo prisa en desperezarse, era un ser apático, desinteresado por la vida.
José se acercó a su casa. Llevaba en sus manos una pequeña caja con ropa, la vieja y empolvada mochila, una cantimplora colgada de ella, un trasnochado sombrero de paja.
Se sorprendió sobremanera al encontrar a su amigo en ese estado de embriaguez. No era hombre de amilanarse ante la desventaja, las circunstancias adversas. Lo alzó con dificultad del suelo de la habitación donde había permanecido toda la noche preso de su sopor etílico, lo colocó sobre el jergón y le restregó el rostro con un trapo empañado en agua fría.
.- No, no hace falta que digas nada. Ayer noche ya entendí cual era mi futuro y me asusté. Después de tanto tiempo juntos, la vida daba un giro de 180 grados. Nos dejó Angel, el maldito diablo nos arrebató a Luis, en tus ojos se reflejó esa tristeza de la despedida. ¿Sabes? Por primera vez en la vida he sentido miedo, un miedo que ha calado en mis huesos llegando hasta los tuétanos. Miedo a la soledad, a esa compañera de años atrás, a la que observo como una novia ajada, sin interés ninguno, sin perspectiva futura. Un enorme agujero negro, profundamente obscuro. Tal vez sea la primera ocasión en la que he pensado en un futuro, que no puede ser eterno. En la muerte.
No fue menester articular vocablo alguno. Se saludaron con efusión y un abrazo largo fundió su adiós. Una última visita a la tumba de Luis donde colocó unas flores naturales recogidas en el camino al cementerio. Luego el sendero aguardaba impertérrito. A su vuelta del camposanto vio venir a Juan. También él portaba una mochila y un zurrón con unas pocas viandas, la bota de vino, ataviado con un anorak raído7, sin rasurarse la barba, despeinado.
Se miraron y comprendieron su destino. Caminando a la par enfilaron la vereda monte abajo hasta el pueblo. Luego en el cruce tomaron rutas contrarias. Una llevaba a Santiago, la otra a un destino ignoto. Aska se hizo su compañera.
Ahora solo Luis sería capaz de vivir en la soledad de aquel paraje.

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