HACIENDO
CAMINO.-
Para
muchos caminantes que recorren estas veredas olvidadas de la mano de
Dios y de los hombres, encontrarse con este pueblo abandonado, donde
solo moran dos personas, un cariñoso perro y algunos animales
domésticos, supone para ellos una sorpresa agradable, máxime si sus
pies están cansados, sus cuerpos fatigados, sus estómagos vacíos,
su boca reseca y su espíritu peregrino decaído por la fatiga.
Arriban
a la cima del camino y estiran su cuerpo enjuto, desperezan sus
brazos, atusan sus revueltos cabellos y aspiran con profundidad un
soplo de aire fresco. Pocos metros más allá una diminuta fuente
susurra su cantilena sencilla, pausada, sabedora de
que
aunque transcurran los años, la gente agonice o deje atrás el
camino de peregrinaje para siempre, otros vendrán y para ellos, su
sola presencia será momento de sosiego, un impasse
para renovar bríos, para el sueño reparador. Anotar en el vetusto
cuadernillo las impresiones de una jornada lluviosa, implacable,
ensañada con el rostro cobrizo del romero.
No
existe luz eléctrica en la casa, unas amarillentas velas alumbran la
diminuta estancia, una estufa de serrín caldea el ambiente, sobre
ella una vieja tetera prepara unas hojas de té y expele un aroma que
impregna la habitación. Unas galletas “marías” reposan calmas
en un plato, en otro unas rodajas de chorizo de jabalí esperan a que
esté dispuesta la tisana y sentados sobre unos troncos de vetusto
roble que hacen las veces de banquetas los dos vecinos y los dos
peregrinos apuran con placidez chicha el exiguo alimento. El calor de
la infusión anima el cuerpo y restablece el alma. Apenas unas
palabras al comienzo, luego conversación distendida y amena.
Para
nuestros vecinos, una vez más, historias reiteradas pero no por ello
extrañas, con sus matices, sus voces roncas quebradas por el
cansancio, con el deje de las diferentes tierras de donde proceden
los romeros. Callan y escuchan porque esa es su labor en estos
momentos. El sueño va venciendo a los contertulios y se hace
necesario un buen reposo sobre un pequeño jergón, acomodados en su
saco de dormir, apenas unos segundos bastan para caer rendidos en un
sopor beatífico. Mañana será otro día.
La
noche ha refrescado y al asomar al dintel de la puerta sus ojos
atónitos han observado como un manto de armiño se extiende por la
campiña y cubre los montes aledaños al diminuto albergue. Se
desperezan y toman un sorbo de café con achicoria caliente que
revitaliza sus músculos atenazados. Son aconsejados por los dos
vecinos de la inutilidad de emprender viaje en su peregrinar. La
espesura del manto de nieve es muy grande y las nubes clavadas en el
cielo no presagian nada bueno, así que deciden entretenerse jugando
con la nieve como chiquillos retozones. Por un día al menos el
pueblo habrá duplicado el número de sus habitantes. Ante tal
situación deciden prolongar su sueño y aprovechar la mañana para
un relajante descanso tan merecido por otra parte. Todo vendrá bien.
Sus
dos compañeros ahora, han decido aprovechar la nevada para seguir la
huella de algún conejo u otro animal, practicar la caza y colmar la
alacena de carne fresca que luego han
de
dar cuenta de una buena ración. El resto salarán para conservarla
para postreros días. Al mediodía cocinan un buen rancho de bacalao
en salmuera con patatas en caldereta que lo engullen con fruición.
La sobremesa es extensa, amena y sosegada porque el tiempo en aquel
lugar no corre y nadie tiene prisa alguna.
Los
romeros inquieren los motivos de esa vida tan ermitaña que llevan,
las circunstancias que les han llevado a un lugar tan inhóspito.
Juan
comenta como la vida de casado le ha traicionado y añora sus años
felices, asomando en sus ojos un deje de nostalgia, sin duda que por
su mente han pasado entre otras cosas el flechazo en aquel guateque
juvenil con la que fue su esposa, los primeros escarceos amorosos,
los espacios risueños de vida en común en que todo era color de
rosa, la frustración de los retoños que dejaron para más tarde y
se malograron por desavenencias matrimoniales, en fin un interminable
cúmulo de cosas, sin querer entrar en más pormenores.
La
historia de Luis es más dilatada y complicada. Por culpa de una
herencia las cosas se embrollaron entre los hermanos y las rencillas
llegaron demasiado lejos. Él era el deudo más pequeño y el
perjudicado en el reparto. No hubo manera de llegar a acuerdo y las
insidias fueron un caldo de cultivo idóneo para rencillas cada vez
más intensas hasta verse obligado a abandonar el hogar familiar con
lo puesto. Su rencor anidaba en su alma y aumentaba con el trasmito
del tiempo. Una mañana decidió acudir al pueblo y solicitar parte
de lo que le correspondía. Sus hermanos hicieron caso omiso y tras
insultarle le amenazaron con despacharle del lugar. Esta
circunstancia alteró de tal manera el ánimo de Luis que prometió
una venganza terrible. Su carácter no había sido nunca agresivo y
nadie le dio en la aldea mayor importancia. En la complicidad de la
noche una fuerte luminosidad se apoderó del pueblo. De su hogar
paterno emanaban cientos de llamaradas que pintaban de ocre el
cielo y una nube de hollín negro cubría las nubes,
como la casa era pasto de las llamas. Acuden prestos con pozales de
agua en un intento baldío de sofocar el fuego pretendiendo entre
todos salvar ropas, mobiliario y el ganado que moraba en la planta
baja de la vivienda. Sus hermanos lloraban de angustia y proferían
blasfemias y anatemas contra Luis.
La
venganza se había consumado.
Todos
trataron de dar con el paradero del pirómano pero para entonces era
demasiado tarde porque se encontraba a varias millas de lugar del
suceso. Cambió su semblante dejándose barba y melena desaliñada y
larga y anduvo vagabundeando de un lugar a otro hasta recaer en este
lugar recóndito, alejado de la mano de Dios apartado de su pueblo
natal con la esperanza de que nadie daría con su paradero. Hasta el
día de hoy lo había conseguido.
Los
oyentes perplejos no daban crédito a lo que percibían sus oídos,
también Juan que nunca había escuchado semejante relato.
.-
Como podéis comprobar no soy un asceta ni me tengo tampoco como mala
persona, solo cautivo de una sinrazón que ya no tiene remedio.
Un
silencio plomizo se adueñó del habitáculo. Lentamente se fueron
levantando de la mesa y cada uno tomó una determinación, quien
recoger los cubiertos y platos, otro optó por tomar un libro en sus
manos y Angel abrió su cuadernillo de muelles e intentó apuntar
algo en su agenda de viaje pero al instante notó que su pulso le
temblaba y comprendió que no era el momento de hacer anotación
ninguna. Lo cerró y abrochándose su anorak y enfundándose su
capucha salió a tomar un poco de aire gélido. El perro labrador,
Aska, le hacía amigable compañía. El viento del norte soplaba con
fuerza y el frío hacía mella en su cuerpo, así que apenas el paseo
duró unos pocos minutos y regresaron al hogar.
La
tarde transcurrió con naturalidad cada uno dedicado a diversas
labores. Aprovecharon los peregrinos para lavarse con agua fría,
hacer la colada y poner un poco en orden los exiguos enseres que
portaban en sus mochilas. Juan y Luis cortan leña, cada uno en su
casa y alimentan a los pocos animales que poseen. De nuevo a la noche
se reunieron los cuatro, esta vez en casa de Luis. La vivienda era
algo más confortable puesto que tenía un hermoso fogón que
caldeaba la estancia. Colgado de un hierro sobre el fuego una olla
esparcía el vapor del guiso y expandía un sabroso olor a viandas
cocinadas. En ella unas gachas con tocino y chorizo bailan en el
borboteo del agua hirviendo.
¿Quién
es dios? Se pregunta con ingenuidad inusitada Luis. El que vive, se
responde inconsciente. Asienten los demás. Un silencio cómplice se
apodera del ambiente en tanto una urraca impertinente y rezagada
grazna en noche de luna llena ignorante de que las tinieblas no
tienen tiempo ni espacio para el errante, para el romero, son
compañeras inseparables de sus rutas ambiguas sin finis terrae en
tanto no exista un dictador que las grave a fuego en una tela
tricolor.
Al
día siguiente, o el similar de siempre reciclado, porque los
personajes son los mismos mismos, el paisaje nevado idéntico, el
frío conserva su temperatura de tiempos atrás, las obligaciones son
análogas, nuestros hombres reinician su ciclo diario.
Luis
y Juan abordan su anodina caminata en pos de una presa con renovada
esperanza, como si el mundo comenzase su génesis en cada instante,
dueños del tiempo al que han usurpado su protagonismo y con un hasta
luego alejan sus figuras de la vista de sus ahora compañeros.
Angel
tomó su cuadernillo de hojas mohínas, recostado sobre la pared
encalada de la vivienda, incapaz de describir el camino recorrido, ni
tenía objeto volver a detallar los mismos personajes, no existían
pueblos diferentes que motear ni narrar experiencias diferidas,
apenas la fecha era dispareja. Remontó la mirada y se encontró con
un cielo encapotado que obstruía
la mirada en tres kilómetros a la redonda y observó como el sol
luchaba por hacerse un hueco entre las nubes prietas arrepentido de
haberles sustraído unas horas de luz y la luna lunera se retiraba
sumisa, callada, colma de sueños renovados, de pesadillas aciagas,
guardián fiel de tránsitos indefinidos, de proyectos remozados. No
acertaba a comprender si el mundo terminaba allí o era aquel espacio
el nuevo nacimiento de un orbe diferenciado.
Se
abrigó cerrando con un botón el cuello del anorak y colocándose la
gorra sobre su cabellera, selló su libreta y con la mirada puesta en
el horizonte dejó vagar su mente. Llevaban ya cinco días en aquel
cenobio pero ese espacio de tiempo se le antojaba eterno, no era
posible que en tan pocas jornadas su pensamiento, su ideario hubiera
sufrido semejante transformación. Antes, tan meticuloso él, esclavo
de los horarios, de puntualidad germana, de atavío impecable,
cabello ensortijado, brillante por la gomina que lo impregnaba, barba
bien rasurada, colonia de Cacharel, caminar de modelo de pasarela de
Cibeles. En el banco era el director de la sección de bolsa. De
brillante futuro, de grandes posibilidades de flirteos amorosos o
escarceos eróticos, todo en su entorno era fácil de obtener hasta
el punto de llegar a la saturación y en cierto grado al asqueo. Le
vinieron a la mente infinidad de memorias jubilosas, de jaranas
etílicas
hasta la saciedad, de noches de lujuria desenfrenada, amores de
convenio, efímeros.
Ante
su mirada perdida en la lejanía, también compareció la figura
frágil de un niño. Se sintió rilar. Era una pesadilla que le
perseguía como mosca cojonera, impasible, empeñada en nublar
aquellos momentos de nostalgia jubilosa de tiempos transcurridos en
la abundancia y el desmadre. Le evocaba la letra escarlata que
inmisericorde le acusaba de infidelidad, de abandono. Le hacía
sentirse como los judíos señalado con la estrella de David y
destinado al sacrificio.
¡Cómo
vuela el tiempo! Ya han pasado quince años, raudos, sin percatarse
uno apenas.
Elena
era una chica jovial, atractiva y a Ángel, como todas, no le resultó
difícil el conquistarla. Todo parecía que iba en serio, pero Ángel
era culo de
mal asiento.
Cierto día su amiga le comunicó que iba a tener un niño. Su cabreo
fue monumental:
.-
¡Como se te ocurre! Somos jóvenes, con toda una vida por delante y
nos vamos a ver ahora sujetos a un mocoso. Lo siento pero tendrás
que abortar, yo no arruino mi carrera de dandi así como así.
.-
Pero, ¿Cómo vamos a hacer semejante fechoría? Nos queremos y este
niño es el fruto de nuestro amor.
.-
Vamos niña, eres una mojigata e ingenua como para creer en el amor
platónico. El amor dura en tanto produce goce, pero goce material,
concupiscencia, pero no puede convertirse en un yugo y menos con un
churumbel. Estamos por encima de todo ello.
Aquel
día terminó como el rosario de la aurora, una bronca monumental,
unos sollozos amargos y un adiós para siempre.
Elena
siguió su embarazo y dio a luz a un bebe. Le llamó Ángel, con la
esperanza amarga de que fuera el revulsivo que devolviese a su padre
al hogar. Hoy es el día en que ese su anhelo aún no se ha visto
cumplido.
Pero
no era este el motivo de su peregrinar, no se trataba de una
redención de penas. Los años jóvenes hace tiempo que quedaron
atrás - ronda los sesenta- los atractivos han ido menguando en
eficacia, una pronunciada calvicie afea su cabeza, las resacas
perduran durante varias jornadas, el reloj, los horarios resultan
ominosos, sus trajes ya no encajan perfectos en su talle de
voluminoso abdomen.
Aquel
sábado en el bar, atiborrado de cubatas, con la voz pastosa y los
ojos vidriosos, abrazando a su compañero de fatigas, imbuidos en una
pelea verbal baladí se retaron a hacer el camino de Santiago. La
salida se haría el lunes desde ese mismo lugar. Ángel cumplió con
su compromiso, y tuvo que emprender la andada en solitario
simplemente por su prurito.
El
tiempo no es el mismo en cada lugar, no en lo referente a la
meteorología, sino al estado de ánimo, un instante puede ser eterno
y unas horas se pasan volando. Resumen de fases de aburrimiento, de
monotonía, o de felicidad frustrada en su cenit.
Habían
transcurrido ya más de cuarenta días y a Ángel aquella estancia se
transmutaba de un momento edulcorado a otro de fastidio consentido.
Siempre las conversaciones reiteradas a no ser que fueran
filosóficas, sin incidencias relevantes, desconocedores de los
acontecimientos que sin duda sucedían no muy lejos de aquel lugar.
Un
día aprovechó el buen tiempo para bajarse al pueblo, leer con
avidez un periódico local, escuchar la radio y observar las noticias
en el telediario. La conversación anónima con vecinos anónimos,
con variantes insignificantes para su anterior época pero casi
extrañas en este momento de su vida. Quiso aprovechar el tiempo y se
tomó un gran bocadillo con buenos trasiegos de vino, su café, su
copa y un farias y en su libreta rugosa anotó los renovados
sentimientos adormecidos en esta estancia en aquel lugar. Creyó como
suficiente ese pequeño retiro que circunstancialmente se había
concedido, que estaba bien para ese espacio de su vida pero que
consideraba sobrado. Comió en la pequeña taberna un buen plato de
pasta, un segundo de merluza, para postre un flan casero y de nuevo
su completo. Arrancó cuesta arriba con desánimo, convencido de su
estancia como una inercia, como un paso más en su discurrir que
llegaba a su fin. Le costaba asimilar que tendría que dejar a sus
amigos que en un momento dado fueron providenciales. Intuía que la
despedida iba a ser difícil pero que para él era inevitable.
Con
estos pensamiento en su mente arribó a sus aposentos y sin perder un
instante comentó con sus compañeros todos sus cavilaciones. Ninguno
opuso objeción alguna. José rompió el silencio. “casi no me
había dado cuenta de que aun recorriendo el mismo itinerario,
comiendo en la mesa, compartiendo ratos de ocio, cada uno somos
distintos. A mí el hacer el camino lo tomé un tanto por religión,
agobiado de una existencia anodina, con un cierto vacío espiritual,
como una salida al encuentro de un algo que rellenase ese frívolo
existir, conocer experiencias variadas, incluso contrapuestas,
amistades diferentes, sin prejuicios ni
condicionamientos. En un principio mi fin era Santiago, ahora el
destino parece haberme señalado este lugar como meta del peregrinar.
No me apura el tiempo, pero tampoco quiero dar por sentado que esto
pueda ser definitivo.
Los
tres dieron por seguro que la estancia de Ángel llegaba a su fin.
Consideraban que consistía en un tránsito más en el devenir de sus
vidas. Estaban agradecidos de las vivencias experimentadas, sabedores
de que aun cuando eran cuatro conformaban unidades diferencias pero
complementarias.
Al
amanecer, Ángel recogió sus bártulos y aprovechó el desayuno para
su despedida. Sacó de su mochila unas pastas adquiridas en el pueblo
Entendió que no era momento de soflamas y con un abrazo sincero,
conteniendo un ligero nudo en la garganta sin dilatar el tiempo
inició la marcha hacia el pueblo. Saludó varias veces a sus
compañeros apostados en el umbral de la puerta. Comprendía que no
se iba completo, que dejaba allí algo suyo pero le reconfortaba que
era mayor la compensación de haber conocido a personas con
problemáticas heterogéneas y suplementarias a la vez.
En
un recodo del camino retomó su libreta y en una página en blanco
anotó solo unas pocas palabras “adiós amigos, hasta siempre”.
Sin casi darse cuenta se fijó en ese siempre que había plasmado y
consideró que en el terreno material podría ser una premonición.
¿Cuánto podría durar en su alma aquel amigos? Juró que sería
eterno.
El
perro siguió sus pasos durante unos metros sin comprender lo que
sucedía hasta que Ángel con gesto cariñoso le hizo entender que su
camino era sin retorno y Aska lo siguió con la mirada, sentada en el
angosto camino hasta que lo perdió en el horizonte.
Vivimos
muchas veces durante tiempo y tiempo rodeados de personas sin que
cuaje una amistad sincera inmersos en un nuestro “yo” que nos
impide percibir el valor de una conexión profunda que contra más
desinteresada es, más capacidad hay en esa liberalidad de
comprensión y de fusión.
La
vida seguía igual pero no idéntica. En circunstancias anómalas los
factores adquieren dimensiones diferenciadas, los recuerdos son más
arraigados, la amistad es más pétrea y perdurable.
Al
frío invierno le sucedían primaveras maravillosas, el monte se
llenaba de flores, los árboles lucían sus galas de verdes hojas,
las ligeras lloviznas animaban el plantío de la huerta, el tiempo
cálido invitaba a largos paseos por los montes cercanos que
regalaban la vista con soberbias panorámicas que sobrepasaban el
alcance de sus ojos. Las comidas se hacían en la calle y las
tertulias eran más extensas. En ellas se fueron desarrollando
comentarios de acontecimientos pretéritos que contribuían a un
mayor conocimiento entre los personajes. Unas veces consistían en
chascarrillos amenos, otras se trocaban en comentarios impregnados de
una cierta melancolía.
Algunas
mañanas el ambiente se mutaba con la llegada de aldeanos con sus
cestas de mimbre que arribaban al lugar con intención de recoger
setas, sobre todo en mayo y departían con ellos agradables charlas y
compartían algunas viandas que portaban en sus zurrones los recién
llegados.
José
añoraba la ausencia de Ángel, sin duda porque pasaba más tiempo
con él, porque las circunstancias eran más análogas que las de sus
otros dos compañeros. Sentía cierta comezón por seguir el camino
emprendido. Ocurría en días nublados como si la tristeza de la
naturaleza se adueñase de él.
“Y
si un día por circunstancias de la vida cualquiera de nosotros se
encontrase solo en este paraje casi desamparado del mundanal ruido,
ese día, ¿seríais capaces de proseguir aquí, en la más absoluta
soledad? A mí se me antoja imposible. Ignoro quién de los dos
arribó primero y vivió durante algún tiempo esta experiencia.
Quiero pensar que los días, meses en solitario deberían ser
eternos, eremitas. No puedo ignorar la fuerza de voluntad”.
Juan
tomó la palabra: “cierto que por mi mente nunca ha pasado esa
probabilidad, quizás pecando de una ingenuidad casi infantil, pero
por mi vivencia anterior a mí no me cabe duda de que así
sería.
Cierto que ha transcurrido mucho tiempo, que las circunstancias ya no
son las mismas, que la edad también va marcando sus huellas en el
ánimo, por todo ello es indefectible que pensando ahora esa
aseveración rotunda mía pudiera ser que llegado el momento ,se
desvaneciese”.
Luis
terció: “yo no lo tengo tan claro, pero no es un tema que me
agrade examinarlo tal vez por temor a que llegue el caso. Quizás es
esconder la cabeza debajo del plumaje como la avestruz”.
José
intuyó que el tema propuesto estaba creando un ambiente de cierta
inquietud y que no era muy conveniente seguir con él.
“Bueno,
será mejor dejarlo y sobreponernos un poco”. Tomó su guitarra en
las manos y comenzó a desgranar unas canciones a la que se unieron
sus compañeros. En estos menesteres, sin percibirse, la noche se fue
echando encima y optaron por cenar y retirarse a sus aposentos.
Se
extrañaron que Luis, que esa noche había dormido solo en su
chabisque, no apareciese como de costumbre al desayuno. Decidieron
presentarse en su casa y lo encontraron postrado en su catre,
totalmente tapado y tosiendo como un descosido. Le tentaron la frente
y pudieron comprobar que tenía fiebre. Sufría náuseas y había
devuelto.
“No
es nada, solo una pequeña gripe”.
Le
prepararon una buena tisana con café y un sorbo de coñac, le
abrigaron con otra manta más y decidieron que José se quedaría a
su cuidado mientras que Juan realizaría las tareas de la huerta y
otras
obligaciones
caseras.
Aquella noche dormirían los tres en casa de Luis. La vigilia no fue
sencilla. La tos se hacía cada instante más intensa, un frío sudor
bañaba la frente del enfermo, las aspirinas no hacían efecto, el
pulso era acelerado. Una cierta alarma se apoderó de ellos y
comentaron la necesidad de acudir al médico del pueblo. José
bajaría al poblado a pedir su asistencia. Con la vieja bicicleta
emprendió camino a la aldea.
El
galeno le auscultó y en su rostro asomó una mueca de desagrado.
“Me
temo que es una neumonía y se hará necesario que lo bajemos a mi
consultorio para una mejor exploración. Luego veremos qué medidas
debamos tomar”
Luis
era un tanto reacio a esta orden pero fue persuadido de la
conveniencia de hacer caso al médico.
Efectivamente,
realizadas varias pruebas, el diagnóstico confirmó la primera
hipótesis. Se mandó avisar a una ambulancia y fue trasladado al
hospital de la ciudad. De momento se hacia menester su ingreso en
observación. El facultativo les cedió un móvil para tener
comunicación con ellos. Cada mañana recibían noticias del estado
de su compañero.
A
la madrugada sonó el teléfono y sus rostros se tornaron lívidos.
La enfermedad se había agravado y había sido urgente ingresarlo en
la UVI. Tomaron un taxi en la aldea y se presentaron en el centro
hospitalario. Las noticias que escucharon del cuerpo médico no eran
nada prometedoras. Se relevarían en las visitas. Transcurrieron
varias jornadas y la evolución de la enfermedad no era
satisfactoria. En la mente de sus compañeros anidaba la duda de una
total recuperación, temiendo un fatal desenlace.
“Todo
está consumado” entendió Juan cuando compareció el doctor. Su
rostro mostraba el inexorable resultado: Luis había fallecido.
Acudió a la habitación con sus ojos cargados de lágrimas,
sintiendo la impotencia de no poder hacer nada por la salud de su
inseparable amigo.
José
llegó más tarde y se volvió a repetir la escena.
Ambos
desconocían los últimos deseos de cómo y donde deberían colocar
sus restos mortales, ignoraban también la dirección de sus
familiares y consensuadamente decidieron enterrarlo en el viejo y
destartalado cementerio aún en pie en la ladera del monte, a unos
doscientos metros de sus casas. Apenas unos pocos vecinos acompañaron
el féretro que depositaron en una fosa cavada en la tierra. Una
sencilla cruz de madera sobre su túmulo era toda señal de su
existencia. Luego silencio.
En
casa de Juan la calma era profunda, plomiza, sus semblantes
desencajados, sus miradas extraviadas. Ambos recitaron una plegaria
sentida.
José
optó por dormir en casa de Luis. En su somnolencia no podía apartar
de su mente la figura oblonga de su amigo, sus manos callosas, su tez
cetrina, su cabello revuelto, sus ojos azabache radiante. Le vino a
su memoria aquella conversación lejana en el tiempo, aquella
pregunta ingenua, ¿qué haríais solos?
No
logró conciliar el sueño. Tomó la vieja zamarra y se puso a
caminar a la luz de un cielo estrellado, sin rumbo fijo, como un
zombi. A su alrededor todo
era silencio, de cuando en cuando alguna chicharra rompía la calma
con su sonido chillón.
Al
amanecer, desayunaron frugalmente en reposo,
sus miradas delataban la tragedia que sufrían y cada cual adoptó
tomar un sendero diferente. Juan al monte, José se afanó en
arreglar la casa. Cada uno por su cuenta visitó la tumba de Luis.
Pasadas
varias semanas, José le comentó a su compañero que ya no
encontraba sentido a esta vida eremítica, que era ahora cuando
discernía lógico proseguir su camino a Santiago, que tenía una
razón más, una súplica prometida que realizar.
Juan
comprendió todos los motivos. En su interior entendió en qué
circunstancias se iba a quedar. Le atemorizaba la idea de volver a
una existencia relegada al olvido interesado. Tampoco encontraba
energías en su alma para una soledad hasta ahora solícita pero que
se le presentaba angustiosa, incapaz de convivir con ella, la que fue
amiga inseparable durante años. Se refugió en su cuarto y bebió
sin medida hasta caer dormido en el suelo de su habitación. No tuvo
prisa en desperezarse, era un ser apático, desinteresado por la
vida.
José
se acercó a su casa. Llevaba en sus manos una pequeña caja con
ropa, la vieja y empolvada mochila, una cantimplora colgada de ella,
un trasnochado sombrero de paja.
Se
sorprendió sobremanera al encontrar a su amigo en ese estado de
embriaguez. No era hombre de amilanarse ante la desventaja, las
circunstancias adversas. Lo alzó con dificultad del suelo de la
habitación donde había permanecido toda la noche preso de su sopor
etílico, lo colocó sobre el jergón y le restregó el rostro con un
trapo empañado en agua fría.
.-
No, no hace falta que digas nada. Ayer noche ya entendí cual era mi
futuro y me asusté. Después
de tanto tiempo juntos, la vida daba un giro de 180 grados. Nos dejó
Angel, el maldito diablo nos arrebató a Luis, en tus ojos se reflejó
esa tristeza de la despedida. ¿Sabes? Por primera vez en la vida he
sentido miedo, un miedo que ha calado en mis huesos llegando hasta
los tuétanos. Miedo a la soledad, a esa compañera de años atrás,
a la que observo como una novia ajada, sin interés ninguno, sin
perspectiva futura. Un enorme agujero negro, profundamente obscuro.
Tal vez sea la primera ocasión en la que he pensado en un futuro,
que no puede ser eterno. En la muerte.
No
fue menester articular vocablo alguno. Se saludaron con efusión y un
abrazo largo fundió su adiós. Una última visita a la tumba de Luis
donde colocó unas flores naturales recogidas en el camino al
cementerio. Luego el sendero aguardaba impertérrito. A su vuelta del
camposanto vio venir a Juan. También él portaba una mochila y un
zurrón con unas pocas viandas, la bota de vino, ataviado con un
anorak raído7,
sin rasurarse la barba, despeinado.
Se
miraron y comprendieron su destino. Caminando a la par enfilaron la
vereda monte abajo hasta el pueblo. Luego en el cruce tomaron rutas
contrarias. Una llevaba a Santiago, la otra a un destino ignoto. Aska
se hizo su compañera.
Ahora
solo Luis sería capaz de vivir en la soledad de aquel paraje.
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