CUANDO SE TIENE UN
TESORO.-
Tesoros pueden ser
muchas cosas, grandiosas algunas, peculiares otras, menudas las
demás, pero el valor no lo dan estas singularidades, sino el aprecio
que cada receptor o poseedor les dé a las mismas.
En un principio
conlleva el “de mi vida”, pero el tiempo va aparcando el símbolo
emotivo y se apodera el económico, el exhibicionista, aquello que
nos confiere un estatus social frente a los otros, una calidad de
victoria, a veces pueril, ante la competencia.
Con toda normalidad
terminan en hornacinas esplendorosas, tanto o más valiosas que el
tesoro mismo, en un lugar prominente del salón de visitas, como
exponente de nuestra riqueza, de hechos insignes, de recuerdos de
promesas amorosas, o correspondencias a favores recibidos.
Los descendientes,
cantidad de veces, no conciben ese valor que nosotros le concedemos,
su consideración es más histórica, noble, o monetaria, llevándolas
en muchos casas al peligro de extinción en su contexto original.
Acontece con
normalidad en la vida humana. El tiempo adormece ideas, sentimientos,
recuerdos, no quiere decir ostracismo, y cuando menos los esperamos,
o cuando lo más necesitamos, lo descubrimos allí, en anaquel
obviado, y nos damos cuenta de que ha sido una parte importante de un
instante de la vida, de un te quiero comprometido, de un éxtasis
ardiente, de un sí sincero.
Atrás permanece
hogaño aquella energía primaría, recobrando otro instante, el de
ahora, el que de verdad tiene una importancia primordial en este
instante, vital en algunos casos. Y es en este momento cuando la
valoración del tesoro es dispar a su principio, cuando ahora es un
algo muy individual, personal, alejado de ensoñaciones.
Se ha hecho añejo
al compás de nuestra existencia, esperanzado siempre de recobrar su
sentido y desempolvado restaura un brillo rutilante, pero ante todo
retorna a ser parte sustancial de nuestro ahora., de nuestro ser hoy.
Renace él, y remueve nuestro olvido, nuestro descuido. Vuelve a ser
nuestro tesoro.
Hoy es un verdadero
tesoro.
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