EL
VIEJO TREN.-
Me
gusta el tren, es más, me fascina. Lo encuentro como un resumen,
compendio de toda una vida. Su camino es eterno aunque observes por
las ventanillas como los raíles se encuentran a lo lejos, jamás
consiguen unirse. Cada cierto espacio de tiempo una estación, un
apeadero deja en ellos a unos pasajeros y recoge a otros. Unos
finalizan su trayecto, emprenden otros un itinerario nuevo. Gime la
achacosa máquina de vapor, y escupe nubes de sudor jadeante mientras
en los apartamentos de asientos de madera, los hombres, las mujeres,
los niños guardan al principio un silencio respetuoso hasta que este
se rompe y la conversación emana con naturalidad. Todos, las mismas
cosas, las mismas cosas todos. Y nuestro tren, ajeno a las cábalas
de sus ocupantes, camina machaconamente por los raíles, con su
tracatá acompasado, monótono y desfilan ante nuestros ojos láminas
surrealistas de cosechas recogidas y campos pajizos, al borde de los
ríos, sotos que estrechan sus chopos en amistad sempiterna, altos,
espigados como tubos de un órgano barroco. Apenas algunos pajarillos
retan al calor asfixiante del estío, raudos para buscar un cobijo
fresco. En la lejanía, al amparo del sombrío de un recio nogal un
pastor apoya su rostro sobre su cayado, meditando, extraviada la
mirada en el horizonte, recordando ¡quién sabe! amores de zagalas
alegres, solo consigo mismo. A lo lejos el tañido de la campana de
la torre del pueblo le avisa cada media hora del que el tiempo pasa.
Otea el cielo en busca de nubes oscuras que aplaquen la canícula y
su ganado tumbado sobre la mullida hierba mastica la grama y emite
sonidos guturales descompasados, chillones.
El
perro, silente, acostado a sus pies, muestra su lengua y jadea.
Observa a su dueño ensimismado, perdida la quimera en la lejanía,
esperando paciente una observación, una palabra de cariño.
El
pastor apura un sorbo de la bota, y traga ásperamente un mendrugo de
pan cabezón con un trozo de queso. Saluda al paso del tren. “Hoy
viene con media hora de retraso” lamenta, como funcionario
inspector. El can recibe un currusco de pan y aúlla como saludo al
viejo ferrocarril, este corresponde con un silbido agudo y sigue
cachazudo su lento transcurrir.
No
tiene prisa nuestro viejo tren, sabedor que el fin siempre estará en
el mismo lugar, allá donde las vías agonicen, donde el devenir le
dé un respiro a su cansino trajinar. Aprovecho un descanso, una
parada para estirar las piernas y encenderme un cigarrillo, tenemos
que esperar al que pase el exprés de más categoría que nuestro
humilde correo, como en las calles de los pueblos y aldeas se cede el
paso al señor cura o al señor maestro. En la estación hay un gran
ajetreo de personas con sus maletas, sus cestos de mimbre, de niños
chillones correteando por el andén, algunos ancianos recostados en
unos bancos ojean las páginas del diario local, sin prisa, sabedores
de que su tren no llegará nunca, quizás ya haya pasado en su vida,
ahora los recuerdos se amontonan en su mente, sus marchas al frente,
sus escapadas a la capital en sus festejos patronales, muchos en su
emigración a Francia, a la vendimia, otros con recuerdos de sus
tierras que abandonaron con la promesa de un vivir mejor. Atrás
quedan los amigos de la infancia, parientes, tierras baldías,
cortijos de su anterior existencia medieval, los señoritos.
El
tren avisa a los viajeros para que se reincorporen en sus vagones y
comienza su caminar desperezándose de su reuma, perezoso.
En
el pasillo una pareja de jóvenes se arrullan con cautela, mientras
abandonamos la estación y de nuevo los campos extensos vuelven a
llenar nuestro iris. Los postes del telégrafo van dándonos los
segundos imaginarios de un reloj eterno, metódicos, cada cincuenta
metros, estorbados solo por algunas parejas de águilas culebreras,
posadas en su alambres, al atisbo de pequeños roedores, de conejos
despistados, incautos ante el peligro. En el horizonte algunos cirros
canosos, deshilachados, nos hacen compañía, impulsados por un leve
bochorno que hace plomiza la atmósfera.
La
carbonilla molesta nuestros ojos. “Billetes, por favor”, frase
pronunciada con voz recia, nos saca de nuestro recogimiento, es el
inspector, elegante, con traje de paño de Béjar, azul marino,
corbata ligeramente aflojada, el botón primero de su camisa blanca
desabrochado, luciendo gorra de plato, con rostro sudoroso, el calor
es opresivo, esbozando una nimia sonrisa bajo su bigote bien
arreglado solicita nuestros billetes, los pica y con una pequeña
reverencia continua su control rutinario.
Consulto
mi reloj de bolsillo, por inercia, no me interesa la hora, porque el
tiempo se ancla entre los vagones, te asientas en ellos y nadie
pregunta por la hora de arribo a su estación, sabedores de que
aquella que figura en la pizarra del andén, borrada casi la marca de
clarión, nunca es exacta, siempre igual, ¡sabe Dios desde cuanto
tiempo! En el tren todo es indiferencia, costumbre, los saludos, los
adioses, las conversaciones.
Llegó
por fin a mi destino, un vetusto cartel de chapa con tenues grafías
negras sujetado a una vieja columna de hierro colado con unos
eslabones roñosos me dan la bienvenida.
¿Existirá
otro de regreso?
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